El Teatro de la Zarzuela acoge esta primavera una nueva producción de dos obras emblemáticas del repertorio lírico español: El Bateo de Federico Chueca y La Revoltosa de Ruperto Chapí. Bajo la dirección escénica de Juan Echanove y la dirección musical de Óliver Díaz, el coliseo madrileño propone un programa doble que además de celebrar la vitalidad del género chico, la reivindica como una forma de arte profundamente contemporánea, cargada de significado y tan vigente como el primer día.
Reivindicar el género chico es, hoy más que nunca, un acto de inteligencia teatral. Como subraya el dramaturgo Francisco Nieva, se trata de un teatro de muñecos de cartón en teatritos de juguete, sí, pero dotado de una poesía feroz, de una capacidad de síntesis dramatúrgica que roza lo prodigioso. Este formato, que nació de la necesidad —la de ofrecer espectáculos baratos y breves al público de la España de finales del siglo XIX— terminó convirtiéndose en uno de los vehículos más poderosos de expresión popular. Chueca, Chapí, Barbieri o Bretón no renegaron nunca del formato: al contrario, lo elevaron con obras maestras que retratan con humor, ternura y música de altísima calidad las contradicciones del alma española. El Bateo y La Revoltosa son prueba fehaciente de que la brevedad no está reñida con la ambición estética ni con la complejidad emocional. El llamado género chico no es menor, sino esencial. En una hora escasa, despliega todo un universo de pasiones humanas, tipos sociales, crítica velada y musicalidad luminosa, como una maquinaria perfecta para desvelar la verdad detrás del costumbrismo.
Una propuesta actual y valiente, con buenas ideas que no siempre encuentran su mejor traducción escénica
Juan Echanove, que ya sorprendió gratamente con su dirección de Pan y toros, da aquí un paso más en su exploración de la zarzuela como teatro vivo, presente, político incluso. Su principal acierto radica en no concebir estas dos piezas como recreaciones arqueológicas, sino como lienzos maleables donde volcar una visión escénica propia, comprometida y cercana al espectador de hoy. En El Bateo, Echanove traslada la acción a un Lavapiés reconocible, vibrante y actual. No hay nostalgia en su mirada, sino una pulsión crítica y afectuosa hacia ese barrio-mundo que hoy sigue siendo escenario de tensiones sociales, resistencias vecinales y afectos comunitarios. Aquí las organilleras son músicos urbanos que reclaman dignidad, Wamba un anarco antisistema vestido con ropa deportiva, y la comunidad de vecinos un microcosmos que bien podría estar sacado de nuestras calles actuales.
En ese sentido, su mirada resulta pertinente y hasta necesaria, y sabe moverse con soltura en las partes habladas, extrayendo de los actores una dicción naturalista, ágil, que ayuda a digerir unos textos más funcionales que inspirados, especialmente en El Bateo, donde el libreto carece de la riqueza literaria que sí atesora La Revoltosa gracias a López Silva y Fernández Shaw. Sin embargo, la puesta en escena acusa, desde mi óptica, algunos desajustes. En El Bateo, por ejemplo, el movimiento del coro se muestra rígido y descoordinado, en parte por un espacio escénico sobrecargado que no parece pensado para la fluidez dramática, sino para el impacto visual. La impotente escenografía de Ana Garay termina siendo un obstáculo más que un aliado: los personajes se amontonan y pierden presencia, se diluye el ritmo, pese a los intentos de los juegos de alturas. Solo en La Revoltosa mejora la integración espacio-acción, gracias a un planteamiento más sencillo (el bar de barrio llamado, con cierta ironía, “La Revoltosa”) que permite a los personajes moverse con mayor naturalidad y cercanía al público. En definitiva, Echanove acierta en la lectura general y en la dirección de actores en lo textual, pero no alcanza a dotar de unidad al espectáculo ni a elevar el conjunto a la categoría de relectura canónica.
La dirección musical de Óliver Díaz insufla vida, ritmo y alma al corazón del género chico
Si hay un apartado que sostiene con firmeza esta producción, ese es el musical. Óliver Díaz, al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, imprime carácter, dinamismo y una comprensión profunda del espíritu del género chico. Su dirección respeta el sabor tradicional de las partituras de Chueca y Chapí y lo potencia con un fraseo dúctil, lleno de intención, atento a los contrastes rítmicos y al aliento teatral. Desde las oberturas —verdaderos emblemas del lirismo popular español— se percibe esa fragancia inconfundible de la zarzuela: el juego de dinámicas, los acentos castizos, las síncopas que huelen a calle, a plaza, a verbena. Hay compases que suenan casi a respiración coral del Madrid de entonces… y de ahora. El teatro literalmente huele a zarzuela, con sus ritmos vivos y esa cadencia de pasacalles que enraíza con la memoria colectiva de los espectadores.
Especialmente inspiradores resultan los momentos musicales en los que irrumpen los bailarines-figurantes: la música se expande, gana dimensión plástica y se vuelve coreografía del alma popular. Díaz logra aquí una sintonía perfecta entre foso y escena, sin que la música quede relegada a mero acompañamiento. Todo lo contrario: toma el protagonismo y levanta la función cuando la escena lo necesita. La Orquesta de la Comunidad de Madrid responde con una calidad técnica incuestionable, pero sobre todo con entrega, brillo y sentido del estilo. El empaste orquestal es sólido, los solistas precisos y el conjunto ofrece un sonido rico, ágil y elegante, que consigue sostener incluso las irregularidades escénicas. La polca final de El Bateo, las seguidillas de La Revoltosa o el insólito terceto femenino suenan frescos, con fuerza y con una vivacidad que contagia.
Un reparto coral y bien armado que aporta autenticidad y energía al conjunto
El reparto ofrece una interpretación honesta, bien articulada y, en ocasiones, notablemente inspirada. Estamos ante obras corales, donde cada intérprete parece haber comprendido el tono híbrido —entre la comedia de caracteres y la emoción contenida— que exige el género chico.
En El Bateo, el Wamba de Gerardo Bullón se alza como uno de los grandes aciertos de la función. Dueño de un timbre oscuro y expresivo y de una vis cómica perfectamente dosificada, Bullón convierte al anarquista lenguaraz en una figura tan grotesca como entrañable. Su tango inicial, cargado de retórica incendiaria y gestualidad militante, establece desde el principio el tono esperpéntico del sainete, pero sin perder del todo el componente humano del personaje. José Manuel Zapata, como Virginio, ofrece una actuación precisa, casi caricaturesca, pero siempre dentro del registro, con una dicción clara y una buena respuesta actoral. María Rodríguez, en el papel de Visita, saca partido al rol de manipuladora despechada y exhibe agilidad vocal en los cuplés. Milagros Martín, siempre segura, compone una Señora Valeriana sólida y con el punto justo de retranca madrileña y José Julián Frontal (Película) pone al servicio de su breve intervención toda su veteranía y presencia vocal. Entre los jóvenes, destacan Lara Chaves como Nieves, con un fraseo delicado y un timbre juvenil que encaja bien en el dibujo de una mujer vulnerable y Alberto Frías, que compone un Lolo enérgico y bien proyectado con una actuación formidable. Julen Alba, como Pamplinas, entiende perfectamente al chulo ofendido, aportando nervio y desparpajo, mientras que Ángel Burgos resuelve con eficacia sus múltiples cometidos secundarios, tanto como Pascual como luego en La Revoltosa.
En La Revoltosa, Berna Perles se llevó la ovación de la noche con una Mari Pepa de enorme presencia escénica, descarada y seductora sin caer en la vulgaridad. Su dúo con Felipe tiene nervio, sensualidad y ternura, lo que confirma que Perles domina los registros del género chico con solvencia y gusto. Frente a ella, Gerardo Bullón repite acierto como Felipe, componiendo un personaje más contenido, más interior, pero no por ello menos eficaz. La tensión entre ambos es palpable y bien construida. Blanca Valido, como Soledad y María Rodríguez (de nuevo, ahora como Encarna) aportan consistencia al cuadro femenino, mientras que Milagros Martín regala otra interpretación medida y afilada como Gorgonia, matrona con autoridad escénica. Entre los varones, Ricardo Muñiz como Cándido, José Manuel Zapata (divertidísimo en su Candelas baboso) y José Julián Frontal como Tiberio saben dar color y ritmo a sus escenas, manejando el humor sin caer en lo grueso. De nuevo, Alberto Frías brilla como Atenedoro por su gracia y buen hacer y Rodrigo Álvarez en sustitución a Sergio Dorado, como Chupitos, es el correveidile encargado de mantener el tempo cómico en los momentos clave.
Por todo ello, esta nueva producción de El Bateo y La Revoltosa se revela como un homenaje sincero al género chico, a su riqueza musical, a su retrato de lo popular y a su capacidad para seguir interpelando al espectador de hoy. La dirección escénica de Juan Echanove, la dirección musical de Óliver Díaz, el entusiasmo del reparto y el sólido trabajo de la Orquesta de la Comunidad de Madrid consiguen que la noche huela —y suene— a zarzuela con mayúsculas, recordándonos que estas obras breves siguen latiendo con fuerza en el corazón del teatro lírico español. Un viaje entre lo castizo y lo contemporáneo que, pese a sus baches, deja momentos de auténtica celebración escénica.
Dirección musical: Óliver Díaz / Lara Diloy (días 18 y 24)
Dirección de escena: Juan Echanove
Escenografía y vestuario: Ana Garay
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Coreografía: Manuela Barrero
Videoescena: Álvaro Luna y Elvira Ruíz Zurita
Reparto El bateo: Gerardo Bullón, Javier Franco, José Manuel Zapata, María Rodríguez, Milagros Martín, José Julián Frontal, Lara Chaves, Alberto Frías, Julen Alba, Ángel Burgos
Reparto La revoltosa: Berna Perles, Sofía Esparza, Gerardo Bullón, Javier Franco, Blanca Valido, Milagros Martín, Ricardo Muñiz, María Rodríguez, José Manuel Zapata, José Julián Frontal, Alberto Frías, Sergio Dorado
Orquesta de la Comunidad de Madrid: Titular del Teatro de La Zarzuela
Coro del Teatro de La Zarzuela:
Director: Antonio Fauró