El tiempo, ese juez implacable, es también el gran dramaturgo de nuestras vidas. Nos construye y nos deshace, nos conecta y nos descompone. En el amor, como en el teatro, el tiempo lo es todo: el que se vive juntos, el que se pierde, el que no se recupera. “Los cinco últimos años”, el célebre musical de Jason Robert Brown, vuelve a escena en una versión íntima y afilada que se presenta en El Pasillo Verde Teatro de Madrid, un espacio que encaja a la perfección con la cercanía emocional que exige esta pieza. La propuesta se desenvuelve sin descanso durante 90 minutos, como un reloj de arena que se vacía desde ambos extremos, revelando el ciclo completo —y contradictorio— de una historia de amor contada desde dos tiempos opuestos.
Antes de entrar en la valoración artística de esta nueva puesta en escena, conviene detenerse un momento en el contexto de su producción. En una cartelera cada vez más dominada por grandes superproducciones, resulta especialmente meritorio la existencia de propuestas que reivindican lo íntimo, lo hecho a mano, lo esencial. “Los cinco últimos años”, en su versión madrileña, se presenta bajo el sello de Artesano Produce, una compañía que desde su fundación en 2014 ha apostado por una manera de hacer teatro que honra su propia raíz etimológica: arte y oficio. Ser artesano aquí no es una pose estética ni una etiqueta vacía, sino una declaración de principios. El resultado no es menor por ser pequeño; al contrario, gana en autenticidad, en precisión emocional, en esa atención al detalle que, como en toda buena artesanía, otorga un valor único. Y aunque esta versión respira cercanía y se ajusta con naturalidad al formato off y al espacio contenido de El Pasillo Verde Teatro, lo cierto es que su nivel de factura la haría perfectamente exportable a salas de mayor envergadura. Esta no es una obra modesta por falta de ambición, es una obra que ha elegido ser íntima como parte de su lenguaje.
Una estructura narrativamente compleja que transforma lo sencillo en una experiencia emocional profunda
La historia es sencilla, pero su estructura la convierte en una experiencia profundamente emocional. “Los cinco últimos años” traza el recorrido de una relación amorosa entre Cathy Hiatt, una actriz joven en constante búsqueda de oportunidades, y Jamie Wellerstein, un escritor que empieza a saborear el éxito literario. Lo que distingue a este musical de tantos otros relatos sentimentales es su construcción narrativa: mientras Jamie cuenta la historia de forma cronológica, desde el inicio hasta la ruptura, Cathy la revive en sentido inverso, desde el final hacia el comienzo. Solo una vez coinciden ambos personajes en el tiempo: en el centro exacto de la obra, cuando se casan. Ese cruce fugaz es el punto de inflexión que convierte lo que podría ser un melodrama en una partitura emocional de gran inteligencia.
El espectáculo se apoya en una partitura brillante de Jason Robert Brown, que fusiona con elegancia el pop contemporáneo, el jazz, la música clásica y el teatro musical más refinado. Pero si hay algo que hace que esta historia funcione es su intimidad: no necesita coros, ni coreografías, ni efectos espectaculares. Necesita verdad. Y ahí es donde la dirección escénica de Guillermo Sabariegos se impone con acierto. El también actor, cantante y bailarín opta por una adaptación fiel, que respeta el ritmo interno de la obra y su delicado equilibrio emocional. Su versión no busca “actualizar” el material a la fuerza ni añadirle capas innecesarias. Entiende que la fuerza del libreto reside en su capacidad para hablar en voz baja y, aun así, dejar una resonancia poderosa. La dirección, por tanto, favorece la cercanía con el espectador, permitiendo que cada gesto, pausa e inflexión vocal tenga peso. Se ha cuidado especialmente el tempo narrativo, esa alternancia entre ilusión y desencanto, entre el ascenso de uno y la caída del otro, que aquí se percibe con claridad y sin atropellos.
Es especialmente bello observar cómo esta puesta en escena traza una línea invisible entre los dos intérpretes, como si vivieran en planos paralelos que apenas se tocan. La mayoría del tiempo, Cathy y Jamie no se dirigen la palabra. Sus historias transcurren en monólogos musicales que funcionan como una suerte de apartes emocionales, donde lo que no se puede decir se convierte en canción. Es ahí donde la música se convierte en lenguaje primario, en vehículo de emociones que superan lo verbal. Cada tema es una ventana al mundo interior de los personajes y la puesta en escena lo entiende así: evita el diálogo directo y apuesta por la coexistencia solitaria, que solo en raros momentos se transforma en encuentro. Esa distancia escénica, lejos de restar, añade potencia poética al relato. Gracias a esta mirada honesta y contenida, el montaje consigue algo muy difícil: hacernos testigos —no jueces— del desgaste de una relación. No hay buenos ni malos. Solo dos personas, sus caminos divergentes y ese tiempo compartido que, pese a todo, deja huella.
Una interpretación emocionalmente profunda y precisa que da vida a la complejidad humana
Con una estructura fragmentada y mínima interacción entre los personajes, cada gesto y mirada se convierten en el núcleo de la propuesta, donde la entrega de Bea Carnicero y Francis García destaca por su capacidad para navegar entre la alegría, la ilusión y la frustración, logrando una sincronía perfecta cuando se cruzan. Su interpretación, junto al nivel de los alternantes, Borja del Real y Paloma Alvargonzález, mantiene la exigencia de la obra sin perder la conexión emocional con el público.
Bea Carnicero compone una Cathy profundamente humana, vulnerable pero nunca débil. Su interpretación captura con sensibilidad el recorrido emocional de una mujer que pelea contra su propia frustración profesional y sentimental sin perder la dignidad. Cathy es, en esta versión, el reflejo de quienes siguen apostando por sus sueños incluso cuando todo parece ir en contra. Es el valor de la resiliencia en estado puro: la actriz que no encuentra papeles pero sigue yendo a audiciones, la pareja que ve apagarse el amor pero sigue apostando por él. Carnicero logra transmitir esa lucha con una expresividad contenida pero latente y en sus silencios y miradas hay tanto contenido como en sus canciones.
Por su parte, Francis García, da vida a un Jamie complejo y matizado, evitando el trazo grueso del “escritor engreído” en el que muchas producciones caen. Aquí, Jamie no es simplemente un hombre que abandona: es alguien atrapado entre el vértigo del éxito y la dificultad de sostener una relación cuando las prioridades cambian. García construye un personaje que se deja llevar por la euforia de ser reconocido, publicado, aplaudido… pero también perdido, incapaz de gestionar el desequilibrio emocional con su pareja. Su actuación destaca por una energía contenida, una confianza escénica que no necesita sobreactuar y una voz potente, especialmente efectiva en los números donde se muestra encantado de sí mismo sin que eso resulte irritante.
En conjunto, ambos actores se complementan con inteligencia, sin forzar la conexión física que el texto evita, pero dejando claro que se están escuchando, incluso cuando no se miran. Ahora bien, a pesar del aprobado con nota que ambos merecen, hay aún terreno para pulir. Algunos fragmentos —especialmente en los pasajes más líricos — pueden beneficiarse de una mayor precisión técnica y vocal. Nada que el rodaje y la continuidad no terminen de afinar. Porque lo más difícil, la conexión emocional con el material, ya está ahí. Solo falta redondear algunos ángulos para rozar esa excelencia que esta obra, por su estructura y exigencia, reclama.
Un diseño técnico que potencia la emoción con elegancia y precisión
El apartado técnico acompaña con sensibilidad la narrativa emocional de la obra. El diseño de luces de Cristian Pascual, íntimo y preciso, resuelve con inteligencia las limitaciones del espacio. En una sala reducida, donde los focos pueden resultar invasivos o insuficientes, Pascual consigue crear atmósferas que subrayan sin imponer, iluminando estados de ánimo más que escenas. Es un trabajo medido, elegante, que respeta el tempo interno del musical. Igual de cuidado está el vestuario diseñado por Montse Maroñas, que acompaña de forma sutil pero efectiva el paso de los años. Los pequeños cambios en el atuendo de los personajes ayudan a marcar etapas sin necesidad de subrayados ni transiciones innecesarias. Todo está pensado con ese mismo principio de honestidad que atraviesa la propuesta. Y por último, la escenografía —firmada por Artesano Produce— redondea el concepto de intimidad y memoria con una idea tan sencilla como poderosa: como se detalla en el programa de mano, el espacio se construye como un plató donde se almacenan los recuerdos más valiosos en forma de cajas. En el centro, una mesa, que funciona como la gran metáfora de las conversaciones que tuvimos y las que ya no podremos tener. Todo en escena tiene sentido, lugar y función. Nada sobra.
Autor original: Jason Robert Brown.
Adaptación y dirección escénica: Guillermo Sabariegos.
Reparto: Bea Carnicero, Francis García, Borja del Real y Paloma Alvargonzález
Diseño de vestuario: Montse Maroñas.
Diseño de iluminación: Cristian Pascual.
Diseño de escenografía y utilería: Artesano Produce.
Fotografía: El Buscador de la Sonrisa.
Diseño gráfico: Con la Diestra.