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Año VIIINúmero 405
19 MAYO 2025

La señorita de Trevélez: Un espejo grotesco en clave de comedia y crueldad

Imagen promocional de la obra
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Esta adaptación, bajo una dirección milimétrica y un elenco excepcionalmente comprometido, consigue revitalizar una obra maestra de Arniches, combinando con maestría la comicidad y la tragedia, mientras refleja con agudeza las contradicciones de una sociedad en la que la burla se convierte en el motor de la deshumanización.

Las bromas pesadas, como las buenas tragedias, nunca pasan de moda. Quizá porque son dos formas distintas de hablar del mismo dolor. La señorita de Trevélez, que se representa estos días en el Teatro Fernán Gómez bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente, lo demuestra con una vigencia que estremece: vuelve a la cartelera una obra clave del repertorio español del siglo XX —cumbre de la llamada «tragedia grotesca»— y lo hace con una fuerza escénica que evidencia que hay textos que no envejecen, sino que maduran.

La sinopsis parece casi inocente: un grupo de jóvenes aburridos decide gastar una broma cruel a una mujer soltera, haciéndole creer que un joven está enamorado de ella. Pero lo que se despliega a partir de esa farsa inicial es un mecanismo de relojería trágica, donde la burla se convierte en espectáculo y la risa en una forma de castigo social. Ignacio García May, responsable de esta versión, lo formula con claridad: “una sociedad apoltronada donde la diversión consiste en hacer daño a los demás y sentarse luego a mirar ese daño como si fuera un espectáculo”.

Esta adaptación respeta con devoción la estructura y el alma del original, pero la reordena con una precisión quirúrgica. No hay añadido gratuito ni concesiones facilonas al presente: todo está al servicio de lo que ya planteaba Arniches con sobrecogedora lucidez. El tono, esa mezcla de comicidad popular y tragedia profunda, de farsa y compasión, se mantiene intacto pero avanza con una lógica interna mucho más limpia, más punzante. El texto no solo fluye, sino que corta, pese a hacerse algo denso en los compases centrales de la representación. Porque La señorita de Trevélez no es una anécdota ni un capricho de época: es, como dice su versionador, una pieza clave de una tradición “axiomáticamente española” que él vincula con Cervantes, con el Lazarillo, con Don Ramón de la Cruz, con Goya, con Berlanga, con Azcona… Es una historia que habla de España, sí, “o más bien de la turbación ante el hecho de que pudiendo ser éste el mejor país del mundo se comporta a menudo, por molicie intelectual y pereza moral, como el más mezquino”. Y ahí es donde la versión de García May brilla con más fuerza: en su capacidad para hacer resonar esa pregunta incómoda en el presente, sin necesidad de subrayarla.

Lo que emociona de esta nueva lectura es que, cien años después, lo denunciado no ha perdido ni una gota de vigencia. La estructura coral de la obra permite ver cómo cada personaje —el bromista, el cómplice, el que calla— es parte de un mismo sistema social enfermo de hastío y resentimiento. “La incapacidad para ser felices con lo propio que lleva consigo el deseo de destrucción de la felicidad ajena”, como escribe García May, se convierte en el verdadero motor de la historia. Y hoy, en la era del escarnio digital, la obra se vuelve profética.

Juan Carlos Pérez de la Fuente aborda la dirección con una inteligencia escénica serena, sin imposturas ni subrayados, permitiendo que la brutalidad del texto hable por sí misma. Su propuesta no fuerza una actualización, sino que revela con claridad lo vigente: la crueldad disfrazada de juego, la risa como coartada del daño y la sociedad convertida en espectadora del sufrimiento ajeno. El director entiende que este título es, como él mismo señala, “una tragedia grotesca” y así la presenta: sin edulcorar lo cómico ni disimular lo trágico. El ritmo es preciso, medido y la comicidad nunca anestesia la conciencia. Al contrario, el montaje nos devuelve la pregunta de Arniches: ¿quién es peor, el que inicia la broma o quien no la detiene? Dicho de otro modo, su dirección permite que el espectador se ría, pero también se incomode con su propia risa. Es un teatro que mira de frente al público y le devuelve la responsabilidad. Porque aquí, como en la mejor tradición del esperpento, nadie está libre de culpa: ni los personajes, ni quienes los contemplamos.

Su dirección evita la tentación de convertir la obra en un alegato y, sin embargo, lo es. La denuncia social, tan presente en el texto, se encarna a través de las acciones, las miradas, los silencios. La broma, la farsa, la burla se desarrollan en escena como un virus que lo contamina todo. La puesta en escena nos muestra cómo una inocentada puede convertirse en una máquina de destruir vidas. Y ahí, sin necesidad de levantar la voz, el montaje se vuelve profundamente político. Y ese equilibrio, tan difícil, es el mayor acierto de esta lectura escénica: convertir una comedia centenaria en un diagnóstico feroz de nuestro presente.

Uno de los grandes logros de esta Señorita de Trevélez es el nivel de cohesión y entrega de su elenco. Trece intérpretes puestos al servicio de la farsa, sí, pero también del dolor, del ritmo, del matiz. El conjunto funciona como una maquinaria perfectamente engrasada, donde cada actor tiene su espacio y todos reman en una misma dirección. No solo hay trabajo físico y coordinación (apreciables gracias al movimiento escénico de Guillermo Weickert y a las indicaciones de esgrima de Jesús Esperanza); hay profundidad actoral y un compromiso evidente con el tono de la obra, esa mezcla de comicidad costumbrista y tragedia larvada que tan difícil es de sostener sin caer en el trazo grueso o en el exceso.

Daniel Diges sorprende muy gratamente como Numeriano Galán. Lejos de su habitual registro musical, construye un personaje tan ridículo como conmovedor, sostenido siempre en la cuerda floja de lo patético. Diges logra que la víctima de la broma nunca sea solo una caricatura, sino un ser profundamente humano, atrapado en su ingenuidad, sí, pero también en su necesidad de afecto. Críspulo Cabezas se desliza con brillantez por la desfachatez de Tito Guiloya, el alma de la trampa. Lo suyo no es solo un despliegue de picardía y descaro: hay en su interpretación un matiz inquietante, una obscura inteligencia que revela cómo el humor puede convertirse en violencia. Cabezas domina los ritmos de la escena con soltura, y convierte a Tito en mucho más que el gracioso de turno: es el reflejo de una moral cínica y desentendida. Junto a él, le acompaña una cohorte de adláteres —jóvenes ociosos, cómplices risueños— entre los que destacan Natán Segado y Juan de Vera, que siguen y amplifican el juego trágico con un entusiasmo tan ligero como devastador. La broma colectiva se vuelve rito social, y es en esa coralidad sin remordimientos donde el montaje encuentra algunos de sus momentos más amargos.

Daniel Albaladejo encarna a Don Gonzalo con una intensidad volcánica. Lejos de la pasividad, es un hombre de carácter impulsivo y paternalista, cuyo dolor por la situación de su hermana lo consume y lo transforma en un ser arrebatado. Su reacción ante la burla es visceral, mezcla de rabia y amor fraternal y su interpretación resalta la fragilidad emocional que se esconde tras su fachada autoritaria. Albaladejo logra que Don Gonzalo sea un personaje que, a pesar de su impulsividad y fuerza, también se vea marcado por la impotencia y el sufrimiento. Junto a él, Silvia de Pé da vida a Doña Florita con una delicadeza conmovedora. Evita caer en la victimización y logra construir una mujer sencilla, pero no ingenua, vulnerable, pero no tonta. De Pé crea una Florita que, a pesar de la cruel broma que le gastan, mantiene la esperanza, y es en esa lucha por la ilusión donde se concentra todo el drama de la obra.

Acompañan con igual entrega José Ramón Iglesias como Don Marcelino, quien introduce la figura del cómplice con astucia y simpatía, y Rodrigo Sáenz de Heredia como Don Menéndez, cuyo desapego y cinismo añaden una capa de incomodidad a la trama. Ambos actores hallan el equilibrio entre lo cómico y lo cruel, siendo piezas clave en el engranaje de la obra. El resto del elenco, compuesto por Marta Arteta, Edgar López, Noelia Marló, Silvia de Pé y Julia Piera, también se entrega con precisión. Cada uno aporta profundidad a su personaje, contribuyendo al ensamblaje perfecto que la dirección de actores ha logrado.

El diseño de escenografía de Ana Garay aprovecha a la perfección la estructura ovalada del escenario, creando espacios que se adaptan a la fluidez de la acción. Garay recrea con acierto los distintos ambientes donde transcurre la obra, destacando especialmente el casino y los exteriores, donde la abundancia de vegetación añade un toque visual atractivo y refuerza la atmósfera de la trama. Su propuesta escenográfica permite que la acción se desarrolle sin cortes, evocando la sensación de un plano secuencia continuo, donde las entradas y salidas de los personajes parecen seguir un flujo natural, sin interrupciones, como si la obra misma fuera un interminable ciclo de movimientos y cambios. Por último, el diseño de iluminación de José Manuel Guerra complementa a la perfección la escenografía, jugando con la claridad y la luminosidad en los momentos más cómicos de cortejo, acentuando la ligereza y el juego de la trama. En contraste, en los instantes más dramáticos, la penumbra entra en escena, envolviendo los espacios y subrayando la tensión emocional.

Autor: Carlos Arniches

Versión: Ignacio García May

Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente

Reparto: Daniel Albaladejo, Marta Arteta, Críspulo Cabezas, Daniel Diges, Óscar Hernández, José Ramón Iglesias, Edgar López, Noelia Marló, Silvia de Pé, Julia Piera, Rodrigo Sáenz de Heredia, Natán Segado y Juan de Vera.

Diseño de escenografía: Ana Garay

Diseño de vestuario y figurines: Almudena Rodríguez Huertas

Diseño de iluminación: José Manuel Guerra

Espacio sonoro: Ignacio García

Movimiento escénico: Guillermo Weickert

Maestro de esgrima: Jesús Esperanza

Ayte. de dirección: José Luis Sixto

Ayte. de escenografía: Isi Ponce

Ayte. de vestuario: Pablo Alcándara

Diseño y Realización de maquillaje: Elvira García para LKM

Maestro de billar: José María García Luna

Tocados: Mélida Molina ( Vanvará)

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