Actualmente en cartel en el Teatro Capitol de Madrid, Cuando duerme conmigo se presenta como una de las propuestas más intensas y emocionalmente complejas de la temporada. Escrita y dirigida por Eduardo Román, esta comedia dramática con tintes de thriller psicológico llega a la emblemática sala de la Gran Vía tras conquistar escenarios internacionales como Miami, Nueva York o Buenos Aires, consolidando su prestigio como una pieza multipremiada que no deja indiferente al espectador.
La obra nos sitúa en vísperas de Navidad, donde Laura y Vicente —dos completos desconocidos— coinciden en la sala de espera de la UCI de un hospital madrileño tras un accidente que cambiará el rumbo de sus vidas. Lo que comienza como una conversación casual en medio de la incertidumbre se transforma en una confrontación emocional profunda, donde saldrán a la luz secretos, heridas y una verdad inesperada que los une de forma irreversible. A lo largo de una noche sin tregua, ambos se enfrentarán a sus miedos más íntimos: la soledad, la rutina, los vínculos rotos y el vértigo de una decisión que puede marcar un antes y un después.
Uno de los grandes aciertos reside en la solidez de su texto. Eduardo Román parte de una premisa simple pero ya de por sí poderosa para desplegar una dramaturgia sutil, contenida y profundamente humana. Bajo esa estructura aparentemente sencilla se esconde una compleja anatomía del dolor: cómo lo vivimos, cómo lo gestionamos, cómo lo compartimos, y en qué medida nos transforma. El libreto articula con precisión quirúrgica una conversación que va ganando densidad emocional con cada réplica, transitando de lo cotidiano a lo confesional, del humor al desgarro, sin merma en el pulso ni en lo verosímil. Laura y Vicente —dos personajes opuestos en su manera de entender el mundo— se enfrentan a través del diálogo en una suerte de duelo íntimo, donde el lenguaje se convierte en arma, en escudo y también en puente. El conflicto central, latente desde los primeros compases, estalla en un clímax bien dosificado que rompe la calma tensa del intercambio anterior y pone a prueba tanto a los personajes como al espectador. A partir de ese momento, el texto se entrega a una conducción emocional sólida, que no decae y que mantiene la tensión dramática hasta el final.
Román (El Beso del Jabalí y Máteme Dulcemente) construye una reflexión tan lúcida como incómoda sobre las formas de amar, la familia —en todas sus variantes—, los vínculos marcados por la rutina, la necesidad de aferrarse a algo cuando todo parece tambalearse y el vértigo de quedarse solo. A ello se suma una mirada sutil pero firme hacia la diversidad afectiva y la comunidad LGBT+, sin caer en etiquetas ni discursos explícitos, sino desde la emoción compartida y la herida común. El texto apuesta, además, por reivindicar el poder sanador de la conversación: a veces basta un desconocido para poner en palabras lo que durante años no supimos decir. No hay moralismos ni respuestas cerradas. Lo que hay es duda, contradicción, vulnerabilidad y verdad. Y, como el propio adaptador ha señalado, una invitación a que cada espectador se mire en el espejo de estos personajes y decida qué haría en su lugar.
La dirección del propio Román es, sin duda, otro de los pilares que sostienen con firmeza esta propuesta. Consciente de la potencia del texto y de la necesidad de no sobrecargar una pieza que se apoya esencialmente en la palabra y en el trabajo actoral, el también director de cine opta por una puesta en escena sobria, contenida y milimétricamente medida. La acción se encierra en un único espacio —una sala de espera de hospital—, cuya aparente neutralidad sirve como lienzo en blanco sobre el que los personajes proyectan sus contradicciones, miedos y verdades. Ahí no solo se esperan noticias médicas, también se espera que pase la tormenta interior. El hospital es, por tanto, metáfora y contenedor: lugar de tránsito, de vida y muerte y de decisiones límite.
Román dirige con inteligencia y sensibilidad, sin subrayados ni artificios. Deja respirar al texto y permite que la tensión emerja del propio ritmo de la conversación, del silencio que se instala entre frase y frase, del gesto que no se dice pero que grita. La economía de movimientos y de elementos escenográficos no implica frialdad; al contrario, genera una atmósfera casi claustrofóbica donde cada matiz adquiere peso específico. Especialmente interesante es su manejo del tempo escénico: la obra arranca con un tempo más pausado, casi cotidiano, que poco a poco se acelera hasta alcanzar un punto de no retorno en el conflicto. Este crescendo emocional está trazado con precisión y logra que la curva dramática nunca se descontrole, incluso en los momentos de mayor intensidad. El equilibrio entre lo que se muestra y lo que se sugiere es otro de sus grandes logros como director.
El reparto encabezado por Elena Ballesteros y Jorge Pobes sostiene con pulso firme la complejidad emocional de una obra que exige una entrega absoluta y una escucha constante. Ambos actores se enfrentan a personajes cargados de matices, cuyas heridas, contradicciones y anhelos deben irse revelando capa a capa, sin prisa pero sin pausa.
Ballesteros, en el papel de Laura, construye una mujer endurecida por la rutina, controladora, aparentemente impermeable al dolor, pero cuya coraza se resquebraja con una verdad que le estalla en la cara. Su interpretación es medida, profundamente expresiva y, a lo largo de la obra, se mantiene en la línea exacta entre el exceso melodramático y la sobreactuación. Brilla especialmente en los momentos en los que el personaje intenta sostener su entereza mientras todo a su alrededor —y dentro de ella— se desmorona. Hay una tensión palpable en su cuerpo y una dureza en su voz que van cediendo, poco a poco, hasta abrir paso a una vulnerabilidad que desarma. Cada grieta que se abre en Laura es sentida como un pequeño terremoto o, incluso, una erupción contenida que va ganando intensidad, mostrando con ello el profundo impacto emocional del personaje.
Pobes, por su parte, compone a un Vicente tierno, idealista, educado, con un poso melancólico que lo hace entrañable desde el primer momento. Su personaje tiene una calidez y una ingenuidad que funcionan como contrapunto perfecto frente a la rigidez inicial de Laura. Pobes domina los silencios tanto como las palabras y sabe modular sus emociones con sutileza: lo vemos pasar de la sonrisa tímida a la firmeza del reproche, del recuerdo nostálgico al dolor más crudo, sin perder nunca la verdad escénica. Esa cualidad introspectiva y reflexiva de Vicente le permite comprender y adaptarse a los giros de la historia, mostrando cómo va moldeando la situación conforme la tensión crece.
En definitiva, Cuando duerme conmigo nos confronta con nuestras propias grietas emocionales, mostrándonos que, a través de la vulnerabilidad, encontramos las conexiones más profundas. Más que una historia sobre el amor y el desamor, es un recordatorio de que la verdad, a menudo, surge en los momentos de mayor incertidumbre, y que es en esos encuentros inesperados donde realmente podemos transformarnos.
Dramaturgia: Eduardo Román
Dirección: Eduardo Román
Reparto: Elena Ballesteros y Jorge Pobes
Imagen y Vestuario: Tess Marie Román
Música original: Gustavo Gini
Maquillaje/Peinado: Nerina Gastón
Fotografía: Luis del Amo
Asistente de producción: Annette Aguilera
Creación audiovisual: E. Román – A. Aguilera
Edición de imagen: Annette Aguilera
Community manager: Tess Marie Román
Gerente compañía – Regidor: Ruben Barreira González
Producción: Laura Rodríguez Domingo
Dirección general: Eduardo Román
Producción General: Pardo – Gonzalo Pérez