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Año VIIINúmero 409
21 JUNIO 2025

Mihura, el último comediógrafo: anatomía escénica de un genio atrapado en su propio artificio

Un instante de la representación
Un instante de la representación
Una obra lúcida y valiente que convierte el homenaje en una investigación escénica llena de ritmo, complejidad y verdad, donde la memoria, el humor y la inteligencia se dan la mano para redescubrir al dramaturgo desde sus sombras más fértiles

En la Nave 10 del Matadero de Madrid —ese espacio que con cada temporada se afianza como laboratorio escénico de nuevas voces y lenguajes— se presenta “Mihura, el último comediógrafo”, un montaje que se desmarca de lo habitual en la cartelera madrileña. Lejos del drama solemne o de la comedia comercial al uso, esta propuesta se instala en el terreno movedizo del metateatro y lo absurdo para rendir homenaje, con inteligencia y descaro, a uno de los grandes renovadores del humor español: Miguel Mihura. Lo que empieza como una biografía sentimental se convierte en un juego teatral, donde el espectador no solo asiste a una historia, es invitado a deambular por los entresijos de la creación misma.

Esta propuesta parte de una premisa tan insólita como reveladora: ¿qué pasaría si Miguel Mihura, el autor de “Tres sombreros de copa”, regresara hoy a escena para contarnos su vida y, de paso, ajustar cuentas con el olvido? A través de un dispositivo metateatral y un tono abiertamente surrealista, la obra recorre momentos clave de su trayectoria —desde su juventud rebelde hasta su consolidación como dramaturgo— al tiempo que reflexiona, con humor ácido, sobre el lugar que ocupa (o ha dejado de ocupar) en la memoria cultural de nuestro país. Un grupo de intérpretes, entre los que se diluye y multiplica la figura del propio Mihura, da cuerpo a esta biografía ficcionada que se convierte, también, en un homenaje travieso al teatro como arte en constante transformación.

Adrián Perea firma un texto complejo, juguetón y de fondo amargo que se desmarca del biopic teatral al uso. Su propuesta se aleja de una semblanza dramatizada del autor, es más bien una interrogación abierta sobre la historia del teatro español y sobre el precio de la genialidad en contextos culturales hostiles. Lejos de la cronología lineal, Perea (Licenciado en Dramaturgia y Dirección de escena por la RESAD) construye un tapiz fragmentado donde el discurso meta y la farsa conviven con pasajes de inusitada emoción íntima. La paradoja generacional no pasa desapercibida: con apenas 28 años, este joven dramaturgo escribe este libreto con una edad similar a la que tenía Mihura cuando alumbró “Tres sombreros de copa”. La analogía no es gratuita, ya que el texto también se mueve entre el humor y la melancolía, entre la ruptura de formas y la fidelidad a una sensibilidad personalísima.

Hay ritmo. Hay acción. Y hay una apuesta simbólica que multiplica la densidad de lo que se cuenta y cómo se cuenta. La dramaturgia transita distintos registros —autoficción, farsa grotesca, ensayo dramatizado, metateatro— que confluyen con precisión casi quirúrgica. El texto lanza guiños a la censura, al exilio interior y a los códigos teatrales que marcaron a Mihura, desplegando una capa de erudición envuelta en un humor más irónico que costumbrista, más Beckett que Arniches. Aunque el libreto se alarga algo en su tramo final, lo hace desde una voluntad expansiva, como si quisiera abarcar todos los ángulos del autor. En definitiva, una dramaturgia valiente que exige tanto del espectador como del elenco y que convierte el texto en un personaje más: incómodo, lúcido, siempre dialogando consigo mismo, desdoblándose, rompiendo la convención para ahondar en la compleja verdad de un artista atrapado entre la genialidad, el desencanto y su propio legado.

La dirección de Beatriz Jaén —a quien ya vimos firmar trabajos tan personales como “Breve historia del ferrocarril español” o “Nada”— abraza el reto dramatúrgico de Adrián Perea con lucidez y logra aquí una de sus propuestas más complejas y certeras. Su dirección da forma a un mecanismo escénico que muestra, desmonta y recompone con inteligencia, haciendo visible lo invisible sin romper la magia. La acción es rápida, respira verdad —con cambios a la vista y una cámara suspendida en lo alto que refuerza la mirada metateatral— y esquiva con ritmo el letargo o la reiteración. A esa mirada se suma el trabajo de Pablo Menor Palomo en el diseño del espacio escénico, con un camerino convertido en escenario y un dispositivo circular de gran versatilidad que comprende el espíritu de la obra y lo acompaña con sobriedad y elocuencia. El resultado es una puesta en escena que sabe cuándo hablar y cuándo retirarse, dejando que el material brille por sí solo.

©JESUS UGALDE 0P6A4224
Un instante de la representación

El reparto, compacto y muy bien engrasado, sostiene con solvencia un montaje exigente tanto en lo físico como en lo conceptual. Desde lo coral, logran mantener el ritmo y la tensión dramatúrgica sin fisuras, equilibrando humor, discurso y emoción con una naturalidad que, como ya he comentado, respira verdad.

David Castillo encarna a un Mihura joven, desenfadado, de gesto relajado pero siempre atento, con una ligereza que nunca es descuido, sino una manera muy concreta —y muy eficaz— de habitar el escenario. En su segundo personaje despliega una vis cómica afinada, cercana a la pantomima, que potencia el contraste y demuestra su versatilidad escénica. Rulo Pardo, como el Mihura adulto, exuda un magnetismo escénico fascinante. Su interpretación equilibra con notable inteligencia la autorreferencia y la verdad, encarnando a un personaje lleno de chispa, con ese gracejo algo cansado de la vida que no apaga el ingenio, sino que lo afila. Una presencia poderosa que sostiene con aplomo las capas más complejas del texto.

Por su parte, Kevin de la Rosa destaca por su versatilidad y desparpajo, con una gestualidad facial y corporal desbordante que convierte cada aparición en una oportunidad para romper o expandir la escena. Da vida, entre otros personajes, a Carlos Alady, director y propietario de la compañía de ballet de variedades, al que imprime una energía arrolladora y un delicioso punto de excentricidad. Álvaro Siankope cierra el elenco masculino asumiendo un rol que gana en presencia a medida que avanza la obra, hasta convertirse en una suerte de alter ego de Adrián Perea. Interpreta al propio autor en las escenas finales, en un juego de autoficción que apunta directamente al corazón metateatral de la propuesta. Desde ahí, nos narra cómo germinó este proyecto y cómo pudo producirse el contacto con la sobrina de Mihura, heredera y custodio moral del legado del dramaturgo

En el reparto femenino, la veterana Esperanza Elipe, cuya vis cómica brilla con elegancia y medida, resulta especialmente divertida en su personaje con acento inglés —una sátira deliciosamente absurda— y sensacionalmente cómica como la heredera de Mihura, un papel con base real que, aunque presenta rasgos seniles y caricaturescos, mantiene un anclaje verosímil fiel a los hechos. Paloma Córdoba encarna a Julita, la bailarina santanderina que deslumbra al joven Mihura con una dulzura natural y una presencia serena que nunca resulta ingenua. Su mirada limpia y su encanto silencioso contienen una madurez que anticipa el final de ese amor tan fulgurante como condenado, apuntando, quizá, a la mujer real que inspiró a la Paula de “Tres sombreros de copa”. Por su parte, Esther Isla despliega una versatilidad notable, encarnando varios personajes con un humor afilado que enriquece cada aparición. Ya sea como bailarina alemana, la pretendida gallega conocida como La de la Toja, o como Sherezade, la sirvienta de carácter escabroso, su capacidad para matizar y aportar comicidad es fundamental para el ritmo y la riqueza del espectáculo.

En tiempos en los que la cartelera tiende a fórmulas cómodas y mensajes masticados, “Mihura, el último coreógrafo” se erige como una apuesta arriesgada y estimulante. Un ejercicio de memoria y escena que no se limita a homenajear: indaga, cuestiona y celebra desde la complejidad. Y lo hace con la frescura de una mirada joven, el rigor de una investigación minuciosa y el arrojo de quien cree —y demuestra— que el teatro aún puede ser un artefacto incómodo, lúcido y profundamente necesario.

Autor: Adrián Perea

Dirección: Beatriz Jaén

Reparto: David Castillo, Paloma Córdoba, Esperanza Elipe, Esther Isla, Rulo Pardo, Kevin de la Rosa y Álvaro Siankope

Diseño de vestuario: Vanessa Actif

Acompañamiento artístico: Marta Pazos

Diseño de videoescena: Elvira Ruiz Zurita

Diseño de espacio escénico: Pablo Menor Palomo

Diseño de iluminación: Pedro Yagüe

Ayudante de dirección: Manuel Minaya

Diseño de sonido y composición música original: Luis Miguel Cobo

Asesoría de coreografías musicales: Cecilia Galán

Equipo de producción (Entrecajas Producciones): Chusa Martín, Susana Rubio y Valle del Saz

Una producción de: Nave 10 Matadero y Entrecajas Producciones Teatrales

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