La Sala Azarte acoge una experiencia teatral que trasciende las etiquetas para hablar del amor en su forma más desnuda, universal y sin género. Firmada por Mauro Russo —autor de la aclamada “La Cama Rota”— y dirigida por Joana Motta, esta nueva propuesta invita al espectador a sumergirse en una historia tan poética como cruda, donde los cuerpos, las palabras y los silencios construyen un vínculo tan frágil como irrefrenable.
La acción nos sitúa en Mallorca, allí conocemos a Lucía (Frida Balca) y Pablo (Miguel Costas), dos seres que se aman sin medida, sin etiquetas, sin tiempo. Sus cuerpos y sus palabras se entrelazan para enfrentarse a sus miedos, sus deseos y sus recuerdos. Un amor tan profundo como imperfecto, que florece entre la ternura y la violencia, entre lo que fue y lo que podría ser. Una historia sobre dos almas que se buscan y se cuidan, incluso cuando todo parece romperse.
Antes de adentrarnos en los aspectos dramatúrgicos y escénicos, resulta imprescindible detenerse en el deseo que la impulsa, en la semilla íntima desde la que germina esta propuesta. Mauro Russo —presente en el estreno y generoso en su testimonio— compartió con el público el origen profundamente personal de esta obra, que se inscribe como la segunda entrega de una trilogía sobre el amor en todas sus formas. Mallorca, espacio físico y emocional de la obra, es mucho más que un lugar: es una geografía simbólica. Fue el último destino que su padre soñó y en ese rincón de memoria y deseo nace esta pieza como un homenaje vivo. A su abuela, que le enseñó a amar y a crear belleza con las manos —haciendo flores de papel—, y a toda una genealogía afectiva que sigue palpitando en cada escena. Russo no ha querido corregir el texto. Lo ha dejado respirar con todas sus aristas, con sus imperfecciones, precisamente porque lo que propone es un amor puro, no pulido, no domesticado. Un amor que se entrega entero y se rompe, como cada pétalo que compone esas flores simbólicas que, desde el hall mismo del teatro, empiezan a marcar el camino emocional del espectador.
“Flores de Papel” se articula como un poema escénico a dos voces, donde Lucía y Pablo transitan una historia de amor que no busca definirse, sino experimentarse. Mauro Russo construye un texto que late entre la crudeza y la ternura, el dolor y la belleza, donde el lenguaje poético convive con pasajes de violencia verbal o física que interpelan al espectador sin concesiones. La dramaturgia se presenta sin estructura lineal: es una sucesión de escenas, imágenes, evocaciones y silencios que dibujan el mapa emocional de una relación intensa, desbordada, a ratos enferma, pero siempre honesta. El tiempo se pliega, el espacio se vuelve abstracto y lo que importa no es tanto lo que ocurre sino cómo ocurre en el interior de los personajes. Sin querer desvelar nada, la obra encierra un concepto cíclico que alude a la repetición, al retorno, al modo en que el amor —como el arte, como la memoria— puede perdurar más allá del olvido. “Flores de Papel” es también eso: una forma de dejar huella, de pasar el testigo, de continuar un legado emocional que se transmite de generación en generación, como quien ofrece una flor hecha a mano y la deja florecer en otro cuerpo.
El símbolo central —la flor de papel— funciona como metáfora constante del relato: frágil pero resistente, bella en su imperfección, vulnerable pero hecha para perdurar. Cada espectador recibe un pétalo numerado antes de entrar, un gesto ritual que establece un vínculo íntimo con la obra desde el umbral. Ese pétalo, que representa una parte del todo, encierra uno de los conceptos clave de la propuesta: los pétalos son imperfectos, como cada uno de nosotros. Y en esa imperfección compartida reside precisamente la posibilidad de un amor verdadero, sin filtros ni ficciones, tan humano como irrepetible. Uno no puede evitar quedarse con ganas de seguir descubriendo a Lucía y Pablo, de acompañarlos un poco más allá del límite que impone la obra. Hay algo en su vínculo —en sus heridas, en sus gestos, en lo que no se dice— que invita a imaginar una evolución posterior, una deriva emocional que tal vez no es necesaria para la historia, pero que sería hermoso explorar.
La dirección de Joana Motta respira en perfecta sintonía con el texto de Mauro Russo: es pura, intensa, desgarrada y, al mismo tiempo, etérea. Motta no se limita a ilustrar el drama, sino que lo encarna desde el espacio y el cuerpo, construyendo una propuesta donde la emoción se mueve también en lo físico, en lo que se roza, se contiene o se expulsa. La escena se convierte así en un lenguaje en sí mismo, que complementa y enriquece la palabra. Como nos tiene acostumbrados el autor, el desnudo aparece una vez más como una extensión natural del lenguaje escénico. No se trata de provocación ni de exhibición gratuita, es una forma más de canalizar el arte, de despojar al cuerpo de artificios, como se despoja el amor de etiquetas. En ese sentido, la propuesta dialoga con otras disciplinas como la pintura o el cine, donde el cuerpo desnudo es también soporte expresivo, materia sensible. Algunos pasajes adquieren una dimensión casi ritual, con una estilización del movimiento que, sin entrar en lo coreográfico en sentido estricto, genera imágenes cargadas de sentido. La también actriz y profesora de teatro trabaja con precisión quirúrgica la composición escénica y logra imprimir una sensibilidad casi pictórica en la que cada gesto parece tallado.
Desde el primer instante, la actuación conjunta de Frida Balca y Miguel Costas plantea una tensión sutil pero poderosa: parecen dos almas diferentes, sin puntos de unión visibles, desplazadas en universos paralelos. Lucía y Pablo llegan a escena como dos fragmentos rotos que aún no saben si encajarán, personajes dolidos, marcados por cicatrices que no han terminado de sanar. Sin embargo, a medida que avanza la función, esa distancia inicial se va difuminando para dejar entrever que, bajo esa superficie fragmentada, hay un dolor común y un anhelo compartido. Balca y Costas construyen con delicadeza esa transformación: sus movimientos, sus miradas, su respiración se sincronizan para revelar una afinidad profunda y, a veces, dolorosa.
Frida Balca está atrapada, sin salida, con un dolor físico y emocional profundo que quiere gritar y ser escuchado. Su Lucía me recordó a un ser de luz, una especie de sirena que, aunque atrapada en la obscuridad de su sufrimiento, promete brillar intensamente una vez sanada. La interpretación de esta actriz, diplomada en Arte Dramático, es brillante, logrando transmitir esa dualidad entre fragilidad y una luz interior que no se apaga, sino que crece con la esperanza y la sanación. Miguel Costas da vida a Pablo, un personaje que podría resumirse en la frase: “Es tan bello amarte y olvidarme de tu amor, para volver a enamorarme en cada flor de papel…” Pablo se protege tras un tormento que actúa como coraza, negándose a dejarse querer. Sin embargo, durante la obra esa coraza se quiebra, dejando asomar una esperanza contenida. Costas, a quien ya vimos en “La cama Rota”, logra transmitir esa lucha interna con sensibilidad y fuerza, haciendo que el viaje emocional de Pablo resulte creíble y conmovedor.
La escenografía es prácticamente inexistente y, sin embargo, dice mucho. Un espacio desnudo donde lo simbólico cobra todo el protagonismo. Las telas, traídas de Uruguay, se pliegan y despliegan como olas de mar, generando un entorno líquido, inestable, casi onírico, que acompaña el vaivén emocional de los personajes. No hay objetos superfluos, porque todo lo que se muestra tiene un sentido poético. La iluminación, a cargo de Virginia González Vallejo, cumple aquí un papel esencial. Además de marcar los cambios de atmósfera de los actores, acentúa el protagonismo emocional de cada uno, envolviendo a los personajes en momentos de intimidad, ruptura o conexión. Es la luz la que construye los límites del universo simbólico que Russo y Motta plantean y es también esa luz la que guía al espectador en este viaje sensorial e interior.
Autor: Mauro Russo
Dirección: Joana Motta
Elenco: Frida Balca, Miguel Costas
Sonido e iluminación: Virginia González Vallejo
Fotografía: David Castillo | La Bañera Estudio
Diseños: Pedro Moreno
Producción: T|A|D