¿Qué estamos dispuestas a sacrificar para alcanzar la cima? ¿Qué ocurre cuando el anhelo de superación choca con los límites éticos y personales? Estas cuestiones laten bajo el hielo de FitzRoy, la nueva propuesta teatral de Jordi Galceran, que puede verse en el Teatro Maravillas de Madrid. Bajo una premisa de apariencia sencilla, nos propone una reflexión tensa y afilada sobre las decisiones que definen quiénes somos cuando el entorno —y nuestras propias certezas— se resquebrajan.
La obra nos sitúa en el Fitz Roy, una de las montañas más imponentes y peligrosas del campo de hielo patagónico, en la frontera entre Argentina y Chile. Allí cuatro escaladoras se encuentran a mitad del ascenso y el mal tiempo las obliga a detener la marcha y permanecer refugiadas en un estrecho saliente de roca. Mientras aguardan una mejora que no llega, empiezan a aflorar tensiones, dudas y conflictos que las enfrentarán a una decisión crucial: seguir adelante, asumiendo riesgos extremos que podrían costarles la vida, o renunciar al sueño de conquistar una cima hasta ahora inalcanzada por una cordada femenina. La duda no es solo física; es también moral, emocional y profundamente personal.
Fiel a su estilo, Galceran, reputado autor de “El método Grönholm” o “El crédito”, vuelve a partir de una situación aparentemente inofensiva para construir, con precisión milimétrica, una trama donde lo trivial se convierte en trampa. Lo que arranca como un diálogo casual, casi cotidiano, va derivando en un inquietante pulso de poder que crece con cada réplica, silencio y fisura verbal. Galceran desata el enfrentamiento a través de un recurso tan sencillo como brillante: un juego de palabras, uno de esos entretenimientos con los que cualquiera ha matado el tiempo alguna vez. Se trata de construir una frase sumando vocablos, uno a uno, por turnos, y repitiéndolos desde el inicio hasta que alguien comete un error. Lo que en apariencia es un ejercicio de memoria sin consecuencias, se transforma aquí en un método de desgaste psicológico, un mecanismo que expone el pulso interno de cada personaje, sus tensiones soterradas, sus inseguridades y, sobre todo, su necesidad de imponerse. No es la primera vez que el autor emplea este tipo de estructura: ya lo hizo en “Palabras encadenadas”, otro thriller dialéctico donde lo lúdico adquiría tintes perversos. En FitzRoy, sin embargo, el juego no es solo un disparador dramático: es una metáfora del esfuerzo sostenido, de la repetición agotadora, de la escalada —literal y figurada— hacia un objetivo que quizá no merezca tanto sacrificio.
Porque si algo late en el subsuelo de esta obra es la pregunta incómoda de siempre: ¿el fin justifica los medios? La cima del Fitz Roy no es solo un hito deportivo, ni una conquista simbólica del alpinismo femenino; es, en realidad, un espejo brutal de la ambición contemporánea. La montaña se convierte aquí en un territorio abstracto donde se proyectan los anhelos, las frustraciones y los límites morales de quienes la enfrentan. Llegar arriba —cueste lo que cueste— se transforma en un imperativo categórico, casi una exigencia ética, que desdibuja el sentido del logro. Galceran lo sabe y se cuida de juzgar: simplemente expone, con bisturí dramatúrgico, las contradicciones del éxito y el peaje que implica querer dejar huella cuando aún no se ha resuelto qué se está pisando.
La dirección de Sergi Belbel le pilla con rapidez el pulso y el ritmo al libreto, algo que no es poca cosa cuando se trabaja con una acción casi enteramente estática. La mayor dificultad del montaje —cuatro personajes atrapados en un saliente rocoso, con movimientos mínimos y espacio físico reducido— se resuelve aquí con un acierto notable. El también filólogo y multipremiado dramaturgo entiende que lo esencial no está en el desplazamiento, sino en la tensión interna, en la progresión emocional y en la coreografía sutil de los cuerpos. Cada pequeño gesto, pausa y mirada desviada tiene peso y sentido. Y aunque físicamente casi nada se mueve, la acción es cada vez más dinámica, como si el conflicto, en vez de avanzar en línea recta, lo hiciera en espiral, estrechando el cerco a medida que el texto profundiza en las fisuras de cada personaje.
El director orquesta este crescendo con una aparente sencillez que esconde una ejecución milimétrica. Su dominio del tempo dramático permite que el foco de interés no decaiga nunca; al contrario, se intensifica conforme las palabras se vuelven armas y el encierro adquiere un tono cada vez más asfixiante. No hay decorado que distraiga ni transiciones que alivien: todo está al servicio de la palabra y de la tensión que emana de ella. Como ya demostró en anteriores colaboraciones con Galceran –“Turisme rural”– su dirección sabe dónde está el centro de gravedad de la obra y todo en “FitzRoy” orbita alrededor de esa energía contenida que va creciendo como una tormenta larvada. No hay alardes, pero sí una poderosa claridad escénica que convierte lo invisible —el miedo, la duda, el desgaste— en materia teatral tangible.
El reparto funciona como una cuerda bien tensada: cada actriz aporta su energía, ritmo y textura emocional. El equilibrio entre ellas sostiene —y eleva— la propuesta. No hay eslabones débiles, pero sí diferencias de registro que, lejos de desentonar, enriquecen la partitura dramática. Sumado a la omnipresente y potente voz en off de Jordi Boixaderas.
Amparo Larrañaga, como nos tiene acostumbrados, encarna a una figura pragmática, de ideas claras y verbo afilado. Domina el humor corrosivo, directo y desarmante, ese que no necesita levantar la voz para descolocar al interlocutor. Su personaje se sitúa desde el inicio en el centro de gravedad del grupo y la veterana actriz lo interpreta con una mezcla de firmeza y humanidad que resulta magnética. Hay carisma, pero también vulnerabilidad; autoridad, pero sin rigidez. Su contención y su sentido del tempo convierten cada intervención en una pequeña exhibición de precisión actoral. Ruth Díaz aporta al conjunto una intensidad contenida, casi eléctrica. Su personaje parece moverse siempre en el filo, entre la obediencia y la rebeldía, entre la lealtad y el hartazgo. La actriz, licencia por la RESAD con innumerables papeles en series, cine y televisión, brilla en la tensión: su mirada, su respiración, incluso sus silencios tienen una carga emocional latente que añade tensión incluso cuando el diálogo no le da la palabra.
Cecilia Solaguren, por su parte, ofrece una interpretación sólida y precisa. Su personaje actúa como un termómetro emocional del grupo: es quien marca el paso entre el humor y el desgarro, entre la complicidad y el estallido. Solaguren, con infinidad de trabajos en teatro, cine y series televisivas, tiene la difícil tarea de transitar registros opuestos —ligereza y gravedad— y lo hace con solvencia, manteniendo siempre la credibilidad. Su trabajo es, quizás, el más dúctil del cuarteto y eso le permite conectar de forma directa con el espectador. Por último, Anna Carreño se revela como una presencia sorprendente. Su personaje, más periférico al inicio, va ganando fuerza a medida que la trama avanza y Carreño, diplomada en Arte Dramático por el Col·legi de Teatre de Barcelona, aprovecha ese crecimiento para desplegar una gama interpretativa rica, matizada y profundamente humana. Hay en ella una vulnerabilidad desarmante, pero también una resistencia que asoma en los momentos más adversos.
La escenografía, firmada por Jorba Miró y Mambo Decorados, asume con inteligencia su papel: parca, funcional, casi ascética, pero precisa. Salientes rocosos, algunos elementos de montaña, y una pared enfilada al fondo que insinúa la inmensidad, lo inabarcable, actúan como núcleo físico y simbólico de la acción. Con esos pocos elementos se construye un universo cerrado, opresivo y creíble, donde lo esencial no se pierde en el detalle superfluo. Es un acierto que la puesta en escena no intente competir con el paisaje real: lo evoca y lo sugiere, dejando que la tensión dramática haga el resto. FitzRoy no solo plantea una ascensión física: es, sobre todo, una exploración de las cumbres y abismos que habitan en cada personaje, en cada decisión, en cada renuncia. La montaña —esa masa muda y majestuosa— se convierte en metáfora del anhelo, del sacrificio, del precio que se paga por alcanzar una cima que tal vez no sea tan gloriosa como parecía desde abajo.
Autor: Jordi Galcerán
Dirección: Sergi Belbel
Reparto: Amparo Larrañaga, Ruth Díaz, Cecilia Solaguren y Anna Carreño
Voz en off: Jordi Boixaderas
Ayudante de dirección: Cristina Clemente
Producción ejecutiva: Carlos Larrañaga
Ayudante de producción: Beatriz Díaz
Espacio escénico: Josep Iglesias y Max Glaenzel
Diseño de iluminación: Kiko Planas
Diseño de sonido: Jordi Bonet
Caracterización y asistencia de vestuario: Ángel Plana Larrañaga
Dirección técnica: David González
Maquinaria: Daniel Navarro
Fotografía: David Ruano
Diseño gráfico: Hawork Studio
Fotografía de escena y vídeo: Nacho Peña
Construcción de la escenografía: Jorba Miró y Mambo Decorados
Prensa: Ángel Galán (La Cultura a ESCENA)
Agradecimientos: Javi Franco, Karol González, Roc 30 Rocódrom