Después de colgar el cartel de “entradas agotadas” en el Teatro Tívoli de Barcelona, el reconocido actor colombiano Andrés Parra recaló el pasado domingo 15 de junio en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid con “Venga que si es pa’ eso”, su primera incursión en el terreno del monólogo teatral en solitario. Con un auditorio entregado desde el primer minuto, Parra ofreció una propuesta que trasciende el stand-up al uso: una catarsis escénica que combina humor corrosivo, confesión íntima y reflexión vital, construida a partir de las heridas, los miedos y las contradicciones del propio intérprete. Un espectáculo que no solo hace reír, también confronta, sacude y, por momentos, conmueve.
La estética inicial puede inducir a error: escenario diáfano, un solo micrófono, Parra trajeado y un público expectante, preparado para reír. Todo apunta a un monólogo al uso, una noche de comedia ligera. Sin embargo, basta que el actor pronuncie sus primeras palabras para que esa expectativa se desmonte con inteligencia y sin estridencias. En tiempos donde proliferan los buhoneros emocionales y las fórmulas mágicas de la felicidad exprés, Andrés Parra marca distancia desde el primer instante: no hay dogmas, no hay verdades absolutas, y, sobre todo, no hay por qué creerse nada de lo que él dice. Lo que sí hay es una invitación clara —casi una súplica— a abrir la mente, a mirar más allá. Y ese “más allá”, como descubrirá el espectador a lo largo del espectáculo, no está en ningún lugar remoto ni en manos de gurús de ocasión: está mucho más cerca de lo que pensamos. Está, simplemente, en nosotros mismos.
Lejos de cualquier artificio o personaje, Andrés Parra se presenta en escena como un hombre que ha decidido abrirse en canal. Y lo hace sin tapujos, con la misma crudeza con la que se abre una herida para que pueda empezar a sanar. Buena parte del espectáculo —prácticamente su primera hora— está dedicada a bucear en su infancia, un periodo marcado por tres heridas fundacionales que vertebran su relato: el abandono, el rechazo y la vergüenza. Esas tres marcas —identificadas como estigmas, no desde la victimización, sino desde la toma de conciencia— son el punto de partida de una narración que, más allá de dar lecciones, busca compartir y mostrar cicatrices. El actor colombiano transforma el púlpito del escenario en un diván abierto, en una trinchera donde las risas no disimulan el dolor, lo acompañan. Es ahí donde su propuesta desborda las convenciones del monólogo cómico: lo que el público presencia trasciende el show, y pasa a ser un acto de memoria emocional en directo, un exorcismo de lo íntimo que, paradójicamente, termina por interpelarnos a todos. Como él mismo lo define: “Hacemos un espectáculo que confronta un poco, que zarandea al espectador”.
Desde el primer instante, Parra deja claro que no ha venido a sermonear ni a disfrazarse de mercachifle emocional. Lo que ofrece es una mirada profundamente personal, cargada de contradicciones, dudas y miserias. Y lo hace desde un humor afilado, negro, deslenguado, que nunca busca la corrección política, pero sí una honestidad brutal. “Es, prácticamente, separarme de ahí para burlarme de mi tragedia, con el tipo de humor que yo hago, que es un humor negro, mal hablado, un poquito guarro, que a mí me encanta”, nos confesaba en una entrevista concedida a MasEscena. En esa tensión entre lo hilarante y lo incómodo, el protagonista de la película “La pasión de Gabriel” logra algo poco frecuente: que el público ría mientras se ve reflejado, que se carcajee justo en el momento en el que una frase, por punzante que sea, da en el centro de una verdad compartida. Y ese humor, crudo y sin filtros que actúa como bisturí emocional, no es solo una herramienta escénica, es también una forma de terapia: una manera de sanar a través de la risa, de mirarse con ironía y desmontar, carcajada tras carcajada, el peso de las heridas que cargamos.
En escena, Parra se mueve con una naturalidad estudiada que bebe de sus años en teatro, pero que aquí cobra un pulso íntimo y vital. Hay silencios medidos, pausas que respiran, miradas que buscan cómplices en las butacas. Su cuerpo es contenedor de recuerdos, de traumas, de preguntas sin resolver. Su voz se transforma según lo exige el relato: pasa de la euforia a la melancolía sin perder nunca la conexión con el aquí y el ahora. No es solo un monólogo: es una confesión performativa. Y en ese gesto de entrega, el actor colombiano se reencuentra con la esencia de su oficio. Como él mismo nos confesaba en MasEscena, “hace por lo menos 12 años que yo no hacía teatro… y regresar ha sido como un bálsamo”. El reencuentro no es solo con las tablas, sino con su propia voz, ya que por primera vez interpreta un texto escrito por él mismo. “Los actores siempre estamos interpretando lo que otro escribe”.
Pero no solo eso: el teatro fue para él —como también deja entrever en escena— el primer rayo de esperanza en una vida oscura, el punto de partida de un proceso de sanación que continúa hasta hoy. “Ver que algo escrito por mí esté teniendo este resultado… es como un regalito”, confesaba. “Es muy difícil desde la actuación salir a decir lo que tú tienes para decir… Esto ya es otra cosa”, explicaba con emoción. Ese “otra cosa” se traduce en escena en una autenticidad que desarma, que borra los límites entre personaje y persona.
A medida que avanza el relato, el espectador no solo asiste a una exposición descarnada de síntomas emocionales —el vacío, la culpa, el miedo, el fantasma persistente de la depresión—, también entra en contacto con un proceso de sanación profundamente honesto. Y quizá sea esta la parte más valiosa del monólogo: las herramientas que Parra decide compartir con el público. De hecho, uno se queda con la sensación de que habría merecido aún más espacio escénico. Nos habla del eneagrama, una técnica que vincula la terapia psicológica con el mundo de la espiritualidad, y que le permitió comprender sus patrones, sus máscaras, sus heridas primigenias. Subraya, además, una clave esencial: dejar de culpar a otros por el dolor que uno arrastra. “La cura duele, pero sana”, parece decirnos sin necesidad de grandes frases, solo con el peso de la vivencia. El actor caleño –conocido por su papel protagónico en la serie de Escobar, “El Patrón del Mal” por el que consiguió números premios y nominaciones– defiende la importancia de integrar cuerpo y alma: el ejercicio físico como vía de equilibrio, pero también la práctica del silencio, de la introspección, de la meditación como espacio necesario para mirarse hacia adentro. En esa búsqueda interior, el humor que antes nos hizo reír ahora deja poso, abre grietas por donde puede entrar, por fin, algo de luz.
Al terminar el espectáculo, algo ha cambiado. En Parra, que se despide con una vulnerabilidad luminosa y, en el público, que sale del teatro con la risa aún fresca, pero también con un zumbido interno difícil de acallar. “Venga que si es pa’ eso” no pretende salvar a nadie, ni prometer fórmulas, ni repartir recetas de autoayuda. Es el gesto valiente de un hombre que se ha atrevido a mirar de frente su oscuridad y ha decidido compartir, desde el escenario, su proceso de transformación. No hay redención fácil, pero sí un impulso a buscar dentro, a hacernos preguntas incómodas, a perdonarnos y a reírnos —también— de todo lo que nos ha roto. Parra no está solo en este viaje: se apoya en fotografías personales, cambios de iluminación y recursos visuales que nos sumergen aún más en su universo emocional.