Coincidiendo con el centenario del Teatro Pavón y el 150 aniversario del nacimiento de G.K. Chesterton, el escenario madrileño acoge por primera vez en España la representación de “Magia”, una joya poco frecuentada del repertorio británico. Emilio Ruiz Barrachina firma la adaptación y dirección de esta obra singular, tan cargada de ideas como de paradojas, que se representa hasta el 29 de junio.
Hay fenómenos que escapan a las leyes físicas y la lógica cartesiana. A veces, lo verdaderamente importante no es lo que podemos demostrar, sino lo que nos resistimos a aceptar. Y ahí, en ese espacio incierto donde cohabitan el milagro, la ilusión y la locura, “Magia” coloca su tablero de juego. Se trata de convivir con la contradicción en lugar de buscar verdades absolutas. Porque hay algo profundamente humano en esa incapacidad —o en esa negativa— de renunciar al misterio. Para ello, la acción nos sitúa en un salón señorial, allí el Duque ha organizado una velada peculiar invitando a un misterioso Mago para entretener a un pequeño grupo de allegados —su sobrina Patricia, un escéptico Doctor, y un reverendo de convicciones tambaleantes—. Lo que comienza como un juego inofensivo se transforma pronto en un debate metafísico entre razón y fe, ciencia y espiritualidad, realidad e ilusión.
“Magia” no es una obra de acción, sino de fricción. El conflicto no se dirime en lo que ocurre, más bien en lo que se piensa, en lo que se cree, en lo que se niega. Como en el mejor teatro de ideas inglés —tan cercano por momentos a las veladas dialécticas de Bernard Shaw, que fue precisamente quien retó a Chesterton a escribir esta pieza—, lo que se representa aquí es más bien una disputa filosófica encarnada. Cada personaje porta una postura ideológica: el Doctor como apóstol de la razón empírica, el Reverendo como fe institucionalizada, el Duque como figura del poder político, la sobrina como el alma inocente que busca una verdad menos rígida, y el Mago como catalizador de todo aquello que escapa a la explicación racional.
Chesterton —más conocido en España por su narrativa detectivesca que por su teatro— articula un texto que funciona casi como un tratado disfrazado de comedia. Sus personajes hablan en silogismos, se desafían con paradojas, convierten cada diálogo en una confrontación entre certezas absolutas y dudas inasibles. En el fondo, la obra propone una idea muy clara: lo fantástico no es algo ajeno a la realidad, sino aquello que esta misma no puede explicar del todo. La magia, más que un truco o un engaño, se convierte en una posibilidad: ese hueco por el que lo humano —lo emocional, lo inexplicable— se cuela entre las reglas del pensamiento lógico.
La estructura dramática responde, como es habitual en ciertos modelos británicos del siglo XX, a una acción estática, casi ritual. La acción es mínima: todo transcurre en una noche, en una sola estancia, con los mismos personajes. Esto permite una tensión sostenida entre discursos, pero también acarrea cierta monotonía en el ritmo: hacia el ecuador del montaje, el espectador puede sentir que la dialéctica se vuelve reiterativa. Es ahí donde algunos elementos escénicos —los efectos mágicos, las sorpresas teatrales, los silencios que desconciertan— actúan como válvula de escape para no perder la fascinación.
Emilio Ruiz Barrachina, multipremiado cineasta acostumbrado a trabajar con referentes literarios, asume la doble tarea de adaptar y dirigir, y lo hace con fidelidad a las ideas originales sin renunciar a una mirada propia. Traslada la acción a una España atemporal —con ecos reconocibles de nuestra política, nuestros dogmas, nuestros miedos—, y consigue que el discurso de Chesterton, lejos de sonar a reliquia, resuene con una actualidad incómoda. Sin remarcar la comedia, Barrachina prefiere subrayar la paradoja. Y lejos de forzar el misterio, lo deja estar, como una parte más del ser humano.
El reparto sostiene con solvencia un texto cargado de ideas, ritmo verbal y exigencia simbólica. Cada personaje representa una postura filosófica o existencial y el trabajo actoral consigue que estas figuras, pese a su carga conceptual, mantengan humanidad y matices. No son alegorías vacías, son personas enfrentadas a lo desconocido desde su propio marco de certezas.
Carlos Chamarro interpreta al Doctor con precisión racionalista. Es la voz de la ciencia, del método, de lo demostrable. Su presencia impone lógica, pero no frialdad: Chamarro sabe dosificar la ironía y el desconcierto, dejando entrever grietas en su aparente seguridad. Juanma Díez Diego, como el Mago, encarna la intuición, lo inexplicable, la fisura por donde se cuela lo incontrolable. Su personaje, a medio camino entre bufón y profeta, se mueve con soltura entre lo cómico y lo inquietante. Díez Diego aporta carisma y una mirada que nunca termina de revelarse del todo. Por su parte, Valentín Paredes, en el papel del Duque, representa al poder establecido, a la costumbre, al orden social. Su interpretación tiene la serenidad de quien cree controlar el tablero y contentar a todo el mundo, pero también deja ver el vértigo de enfrentarse a una realidad que ya no obedece a sus reglas. Ángel Héctor Sánchez da vida al Reverendo, figura de la fe. Lo religioso, en su voz, se presenta como una convicción con dudas, una espiritualidad que vacila pero permanece firme. Su contención emocional añade profundidad al personaje, evitando el estereotipo. Por último, Rebecca Arrosse, la presencia femenina en esta partida dialéctica, introduce un elemento distinto: sensibilidad, inteligencia y una energía que rompe con la lógica binaria de los discursos masculinos. Arrosse dota a su personaje de una elegancia misteriosa, capaz de desestabilizar con una sola frase.
En un montaje como “Magia”, donde la palabra domina y el espacio se mantiene prácticamente inalterable, el componente técnico adquiere una función estratégica: debe sugerir sin abrumar, acompañar sin distraer. Pablo Camuñas firma una escenografía parca pero funcional, que sitúa la acción en una estancia elegante, indefinida en el tiempo, con ciertos ecos decimonónicos. No hay ornamento superfluo, pero sí una disposición efectiva que permite a los actores moverse con lógica dentro del debate constante. El verdadero revulsivo visual llega desde la iluminación y dirección técnica de Rafael Echeverz, que asume un papel esencial en la creación de atmósfera. Algunos de los efectos “mágicos” —integrados con inteligencia en el propio diseño lumínico— irrumpen en momentos clave para romper la linealidad dialéctica. Estos recursos van más allá del ilusionismo escénico y generan desconcierto, extrañeza, preguntas. Luz y sombra se convierten aquí en extensiones de las ideas: lo visible frente a lo invisible, lo revelado frente a lo oculto.
Dramaturgia: G. K. Chesterton
Adaptación y dirección: Emilio Ruiz Barrachina
Reparto: Carlos Chamarro, Juanma Díez Diego, Valentín Paredes, Ángel Héctor Sánchez y Rebecca Arrosse
Director de Producción: Jesús Aguilar
Estilismo : Helena Truébano
Diseño de Vestuario: Rebecca Arrosse
Escenografía: Pablo Camuñas
Director técnico e Iluminación: Rafael Echeverz
Producción: Hemisphere Teatro