En el Teatro Valle-Inclán, buque insignia del Centro Dramático Nacional, este montaje encuentra un espacio idóneo para desplegar su memoria escénica. El escenario acoge el relato íntimo y político de una vocación docente marcada por la esperanza republicana, el compromiso pedagógico y la fractura histórica del país, invitando al espectador a acercarse a una historia que sigue interpelando desde la sencillez y la palabra.
Desde la novela homónima de Josefina Aldecoa, la obra sigue la trayectoria de Gabriela, una joven maestra que llega a su primer destino rural impulsada por la convicción de que la educación puede transformar vidas. A lo largo de los años, atraviesa aulas, pueblos y comunidades, enfrentando desafíos cotidianos y descubriendo las complejidades de la sociedad que la rodea. Su experiencia personal se entrelaza con los grandes cambios históricos del país, reflejando la ilusión, el compromiso y las dificultades de toda una generación marcada por la transformación social y la fractura provocada por la Guerra Civil. La obra ofrece así un recorrido donde la vocación, la memoria y la resistencia pedagógica dialogan con el espectador, dejando entrever el eco de aquello que aún perdura.
La adaptación de esta novela es un ejercicio de sensibilidad y cuidado que evidencia lo difícil que resulta trasladar a escena un texto con tanta densidad histórica y emocional. Aurora Parrilla –licenciada en Dramaturgia por la RESAD y participante en las Residencias Dramáticas del Centro Dramático Nacional durante la Temporada 2021-2022– demuestra un talento notable al lograr que la obra funcione como un mosaico de realidades, donde cada personaje secundario tiene voz propia, identidad y conflictos, y la pluralidad de posturas de la época —desde el laicismo frente a la influencia de la Iglesia hasta las distintas visiones políticas dentro de la República— queda reflejada en cada escena. Esta licencia dramatúrgica es uno de los grandes aciertos del montaje: la historia de Gabriela se amplía para ofrecer un panorama de la España de entonces, plural y complejo, que llega con claridad y fuerza al espectador. Lejos de una reconstrucción académica, la propuesta apuesta por una mirada vivida y personal, atenta a la emoción y al pulso humano del relato.
Esta frase que atraviesa toda la obra —“Solo a través de la educación se puede transformar una sociedad”— funciona como motor dramatúrgico, desplegándose a través de situaciones, personajes y conflictos y planteando un desafío ético al espectador. Puede que el idealismo del relato se perciba en algunos momentos triunfal, pero precisamente ahí reside su fuerza, ya que la obra apuesta por la esperanza y sostiene que educar sigue siendo un acto de transformación posible, más allá de sistemas políticos o ideologías.
Bajo la batuta de Raquel Alarcón y Laura Ortega, como asociada, la adaptación cobra vida con un ritmo envolvente y una fuerza dramática notable. A pesar de su duración poco convencional —dos horas y veintitrés minutos—, la obra funciona como un viaje absorbente: los cambios de narrador aparecen con precisión y las distintas perspectivas mantienen coherencia. Alarcón –“Todo lo que veo me sobrevivirá”, “400 días sin luz”– cuida el texto y los intérpretes con precisión y sensibilidad. El elenco amplio y diverso aporta peso a cada voz y da autenticidad a los conflictos internos. Su concepto de teatro como aula y aula como teatro refuerza la cohesión del montaje y crea un espacio donde lo colectivo y lo individual se entrelazan con el presente. La dirección convierte la memoria y la emoción en fuerzas visibles sobre el escenario, articulando dramaturgia, interpretación y puesta en escena con rigor. El resultado es una experiencia intensa, reflexiva y conmovedora.

El montaje se sostiene sobre un elenco capaz de transmitir la pluralidad y la fuerza de esta historia generacional. Manuela Velasco encarna a Josefina Aldecoa, la autora dentro de la obra, y su presencia resulta especialmente oportuna. Actúa como puente entre la memoria de su madre, Gabriela, y la mirada contemporánea del público, pasando el testigo de una generación a otra. Su interpretación está cargada de expresividad, combinando cercanía y fuerza ética, y transmite con intensidad la herencia de experiencias y emociones que atraviesan la historia familiar y colectiva.
Julia Rubio da vida a Gabriela, maestra protagonista y personaje más completo del montaje. Su mirada irradia ilusión, progreso y capacidad de adaptación. Gabriela avanza desde las escuelas rurales hasta su paso por Guinea, donde surge un primer amor decisivo, Emile, encarnado con solvencia por Thomas J. King, quien introduce una mirada distinta sobre la identidad, la dignidad y la resistencia. El recorrido alcanza después los años de la República y el estallido de la Guerra Civil, articulando el eje dramático de la obra. Rubio resuelve el papel de forma sensacional, equilibra la dimensión íntima del personaje con la carga histórica que representa y ofrece una de las interpretaciones más destacadas del año. Tras su brillante actuación en “Nada”, confirma aquí su talento excepcional, con autenticidad, fuerza y un compromiso que impregna cada escena.
En el conjunto de personajes femeninos aparece un matiz de protección o guía simbólica, junto a perfiles que oscilan entre la independencia plena y la búsqueda de autonomía; en todos los casos, la intensidad interpretativa resulta evidente. En contraste, los personajes masculinos encarnan tanto un impulso revolucionario de vocación inmediata, con un entregado Víctor Sainz como máximo exponente en su papel de Ezequiel, como distintas figuras de autoridad —familiar, religiosa y política—, haciendo visible el peso de las estructuras sociales que atraviesan el relato. Todos sin excepción demuestran entrega plena a la causa escénica, con un trabajo impecable que gana fuerza gracias a la coordinación de movimientos de Alba Blanco, transformando a sus personajes en protagonistas sucesivos de este viaje escénico.
Dejo para el final otra de las virtudes del montaje: la construcción escenográfica firmada por Pablo Chaves. Una propuesta cuidada en el detalle y eficaz en su aparente sencillez, capaz de recrear el lugar principal de la acción —el aula— y, al mismo tiempo, dejar estampas de gran belleza visual. Sin desvelar aspectos clave de la puesta en escena, resulta especialmente elocuente el uso de sillas y mesas como barricadas, un recurso austero que adquiere una potente dimensión dramática y política. La videoescena de Elvira Ruiz Zurita aporta contexto y amplía el marco del relato mediante recursos audiovisuales que dialogan con la acción. Por último, el juego de luces, los espejos y los contrastes de David Picazo acompañan el conjunto con acierto, creando imágenes sugerentes sin caer en lo evidente.
En definitiva, esta es una historia que merece ser contada. La obra recuerda que la educación sigue siendo un motor de transformación social y que sus valores —curiosidad, ética y esperanza— trascienden épocas. El montaje interpela al espectador sobre nuestra responsabilidad colectiva y demuestra cómo educar puede construir un futuro más justo.
De Josefina Aldecoa
Adaptación: Aurora Parrilla
Dirección: Raquel Alarcón
Dirección asociada: Laura Ortega
Reparto: Esther Isla, Thomas J. King, Andrés Picazo, María Ramos, Julia Rubio, Víctor Sainz, Ainhoa Santamaría, Fernando Soto, Alfonso Torregrosa, Pablo Vázquez y Manuela Velasco
Escenografía: Pablo Chaves
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Paola de Diego
Música y espacio sonoro: Kevin Dornan
Videoescena: Elvira Ruiz Zurita
Movimiento: Alba Blanco
Ayudante de dirección: Sabela Alvarado
Ayudante de escenografía: Amalia Elorza
Ayudante de iluminación: Marina Cabrero
Ayudante de vestuario: Vanessa Actif
Ayudante de sonido: Giovanni Mandrisi
Ayudante de vídeo: Alba Trapero
Diseño de cartel: Emilio Lorente
Tráiler: Macarena Díaz
Fotografía: Geraldine Leloutre
Producción: Centro Dramático Nacional
Archivo sonoro procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España
Teatro Valle-Inclán, Madrid





