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Año VIINúmero 349
24 ABRIL 2024

‘La Caja de Luz’, una ópera a la dignidad y a la libertad

Durante más de una década, ‘La Caja de Luz’ fue un bello animal mitológico, un sueño que habitaba en las conversaciones, un punto de llegada a este diez de diciembre. Esta noche de luna llena atrasada, tras la puerta de la Fundación Antonio Pérez, parece latir el corazón de una criatura recién llegada al mundo. Una ópera a punto de nacer espera tras el portón de madera de lo que fuera convento de clausura, con todas las connotaciones que ello pueda tener, convertida en hoy en Caja de Luz. Muchas personas más hubieran deseado acudir, pero el aforo apenas sobrepasaba el centenar, una exclusividad que aumentó si cabe el disfrute de cada uno de los segundos. Homo sum.

La noche era única, el momento era único y el espacio era único. La exposición ‘Millares (cincuenta años después)’, comisariada por Alfonso de la Torre, sirvió de segunda piel y añade nuevas lecturas, quizá imprevistas. En palabras de José Manuel Caballero Bonald, la procesión de curas “de abrupta condición monolítica” que sirve de telón de fondo a ‘La Caja de Luz’, llegan “a escarbar en nuestra memoria y a ejemplificar de nuevo un itinerario magnífico de la obra de Millares. (…) Son personajes literalmente reconocibles, incluso lo son aquellos que tratan de disimular sus viejas tácticas totalitarias con las hipocresías de última hora. Pero no han cambiado en absoluto de aspecto: pululan por ahí, acechan en cualquier parte, gesticulan y vociferan con el mismo fanático denuedo.”

El mismo fanatismo, con sus exigencias, tarifas, solemnidad y boato que corrompe a Nepomuceno (Carlos Lozano) en ‘La Caja de Luz’, lo hará liderar esta procesión fantasmal hasta considerarse el único poseedor de la auténtica verdad.  Persiguiendo la fortuna, como siempre, y odiando a los condenados. Cruel sátira. Manuel Millares es el improvisado autor del decorado de la pesadilla secular de Yael (Carla Ortega), Gloria (Alicia Sánchez) y Fátima (Amparo Zafra), testimoniando “así la pugna entre quienes proclaman la libertad y quienes la coartan”, siguiendo con la cita a Caballero Bonald. 

En ese magma de pugna eterna, contemporánea y ancestral, de enfrentamientos cainitas, bulle la vida del texto de Gustavo Villalba que apoyándose en las firmes columnas de la mitología y de los textos bíblicos, construye una fábula terriblemente actual, pues como dijo Italo Calvino de los clásicos, “cuando más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. Le ha bastado apenas un plano inclinado y la evocación a Tisbe para hacer presente una tragedia de “ciervos negros” que interpela a cada uno de los presentes, tantas veces acólitos, magníficamente representados por el tenor Eduardo Ladrón de Guevara y por las actrices Cristina Villena y Verónica Padovano. 

En un juego maravilloso de sombras al modo de la Caverna de Platón, el libreto va sembrando el camino que recorre la música, o viceversa, abriendo puertas a la imaginación, evocando recuerdos individuales y momentos históricos, hablando de ayer y de hoy en la mente de cada uno de los asistentes, de la lucha de las mujeres en Irán, de las multinacionales todopoderosas a las que poco importa la miseria y el hambre, de los pueblos buscando su libertad, de guerras sin sentido, del poder de la amistad, quizá de la propia esencia del ser humano.  

Instalada la semilla evocadora, la música fluye de manera natural, orgánica y libre, dejándose mecer por el momento, sin ataduras estilísticas ni rutinas, cada momento tiene su propio sabor y su propia textura, sus ritmos y sus melodías que, cual decorado emocional, aumentan exponencialmente la potencia argumental de cada una de las cinco escenas. Por momentos, expresiva como una dramática confrontación con el mismísimo Schönberg, inquietante como un vals en un campo de concentración, o  liberadora como un coro de Verdi, pero siempre rica como la vida. 

Cuarteto de cuerda (Ruth Olmedilla, Alfonso Moreira, Patricia Alcocer y Miriam Olmedilla), clarinete (Jorge Contreras), percusión (Ramón Torijano) y piano (Alba Herráiz) construyen esta prisión musical envolvente y sofocante. Cárcel de sonido, pero también física, pues ubicados en anillo alrededor del escenario forman parte también de una escenografía claustrofóbica que acentúa con sus sombras la iluminación minimal y expresionista de Kira Argounova. Conjunción de talentos en sintonía bajo la dirección músical de Ignacio Yepes. Miserere mei Deus. Terciopelo, guantes, capa, cirios, que no se borren nuestras rebeliones. Para la memoria, el trío del canto de sirenas o el desenlace final “a cara descubierta”, cuando cual Filósofos liberados de Platón se desata la luz. 

Una vez demostrada que la ópera sigue siendo una vía válida de expresión artística contemporánea, deberíamos considerar que hemos asistido tan solo al preestreno de ‘La Caja de Luz’, porque este sueño imposible tiene consistencia y belleza de sobra para merecer una producción y unos escenarios más ambiciosos. ‘La Caja de Luz’ no es sólo la locura de seres románticos capaces de sacar este proyecto adelante, sino que también, y sobre todo, es una obra de arte.

 

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