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La filosofía se sube a escena en el Centro Dramático Nacional con «Voltaire / Rousseau. La disputa»

El reparto corresponde a Josep Maria Flotats y Pere Ponce.

En palabras del propio autor de la obra, Jean-François Prévand, he aquí, a petición de José María, al que saludo muy amistosamente, algunas observaciones y confidencias sobre la génesis y la carrera de Voltaire/Rousseau, espectáculo y obra por los que siento un aprecio y un agradecimiento particulares, dada la importancia que han tomado en mi vida de artista y en mi vida a secas.

Debo decir en primer lugar que no me considero un autor dramático. Ni por vocación, ni por profesión. Siempre he sido, ante todo, actor. Desde mi adolescencia, no tenía más que un objetivo y una esperanza: tener la posibilidad de dedicar toda mi vida a la práctica del arte del teatro.

Y por eso, desde el Cours Simon en el Conservatorio Nacional (1964-1969), seguí estudios de actor con total apasionamiento, pero siendo consciente también de las dificultades de ese oficio. A pesar de trabajar con rapidez y de forma regular con hombres de teatro como Peter Ustinov, Jean Meyer, Gérard Vergez, Denis Llorca… decidí pasar también a la puesta en escena, pues no quería depender exclusivamente de los demás y, esperar, como suele decirse, a que suene el teléfono.

Ser director de escena, incluso debutante, implica en Francia, como también en otras partes desde luego, fundar una compañía y, por lo tanto, saborear las alegrías y angustias de la financiación y de la producción.

Esto exige, como es natural, que tengas que elegir un repertorio, y, cosa curiosa, en vez de enfrentarme como la mayoría de mis colegas a las obras maestras universales, decidí fabricar mi propio material, es decir, trabajar sobre textos ya existentes.

Esta elección no es desde luego inocente. Creo que, en esencia, quería decir cosas personales, transmitir algo de lo más profundo de mí, y ese algo no pensaba encontrarlo en principio en unas obras preexistentes, porque entonces se habría tratado de la inspiración de otro, del sacrosanto «autor dramático».

Autor dramático que yo no pensaba ser, ni convertir me en ello, como ya he dicho.

Mi primera debilidad fue por Voltaire. Ya entonces.

En 1970, fui contratado como animador y actor por Pierre Viehlescaze, en el Théâtre de l’Ouest Parisien de Boulogne Billancourt, en las afueras de París.
Un día que deambulaba un poco tontamente por los muelles del Sena, chamarileando alrededor de los tenderetes de los libreros de lance, me quedé pasmado ante un viejo libro titulado Los diálogos filosóficos de Voltaire. Movido por no sé qué fuerza interior y misteriosa, que todavía hoy sigo bendiciendo, lo
compré y lo leí.

Fue una revelación.

Me volví volteriano, y volteriano sigo. Todo lo que devoré con la vista me hablaba a lo más íntimo de mí y con la mayor fuerza.

Poseído por esa llama me convertí así en adaptador, en director de escena, en productor amateur…

Adaptador, porque aquellos textos de Voltaire no eran realmente teatro, algunos estaban dialogados, otros no, escritos en forma de virulentos panfletos,
a veces firmados, otras veces habían circulado bajo cuerda, pero tenían una cosa en común: que todos hablaban del fanatismo religioso y político. Tema que por desgracia no ha pasado de moda.

Pero estos breves textos sacaban a escena gallinas, la serpiente del génesis, unos salvajes del Amazonas, Mahoma… Era también muy divertido, y Voltaire’s
Follies tuvo un éxito enorme, ya que fue representado más de tres mil veces, en el pequeño Café-Théâtre de l’Absidiole primero, luego en teatros nacionales.

Durante una de las numerosas giras, llegamos a hacer la función en Chambéry (estamos en 1989), donde, como todos saben, hay un museo Rousseau
en la casa Les Charmettes.

El conservador nos recibió al principio de forma amable, pero cuando supo que hacíamos una obra sobre Voltaire, poco faltó para que nos pusiera de patitas en la calle, añadiendo que, si hubiéramos querido pagar nuestra entrada con billetes de banco con la efigie de Voltaire –los había en esa época–, se habría
negado a meterlos en su caja.

Casualidad del calendario, lógica geográfica, tres días más tarde hacíamos la función en Ferney-Voltaire. Allí, la misma pelotera, pero al revés: el conservador del Castillo echó pestes contra Rousseau, aquel granuja, aquel patán…

Pero, feliz enviado del destino, al final de la función en Ferney se presentó un hombrecillo adorable que dijo llamarse Charles Wirz y ser el director del Instituto Voltaire, sito en la Villa Les Délices de Ginebra, y me preguntó si podía visitarle uno de aquellos días. Fue lo que hice.

Me precisó en primer lugar que era director del Instituto Voltaire, pero que también era presidente de la Asociación de Amigos de Jean Jacques Rousseau, aunque «¡eso no hay que decirlo porque está mal visto!»

En su despacho me mostró las dos copias de las estatuillas de Houdon, Voltaire y Rousseau, dándose la espalda.

Y me llevó a su biblioteca, donde me enseñó los originales de Rousseau anotados de mano de Voltaire: «¡Imbécil! ¡Vete a burlarte de tus amigos los
mohicanos!… etc.»

Todos estos indicios concordantes me hicieron pensar que sería acertado escribir una obra sobre Voltaire y Rousseau, porquelas piezas de pareja siempre
han hecho buen teatro.

Charles Wirz, a quien definitivamente debo mucho, me insistió entonces para que leyera la magnífica obra de Henri Gouhier, Rousseau y Voltaire, retrato en
dos espejos (editorial VRIN, 1983). Fue lo que hice. Y quedé maravillado.

La escritura fue cómoda, casi fácil, sobre todo desde que encontré la trama del famoso panfleto Sentimiento de los ciudadanos.

Creo que lo que más me impulsaba era el debate sobre la utilidad de la cultura, pues eso ponía en marcha en cierto modo los engranajes de mi propia
vida.

Es cierto que me lancé a la escritura con un prejuicio favorable a Voltaire, pero, poco a poco, espero haber reequilibrado el debate y Rousseau me ha
conmovido, no sólo emocionalmente, sino política e intelectualmente. Además, no sólo pienso que «el primer criminal de todos los tiempos es aquel que rodeó un campo con una cerca y dijo: ¡Esto es mío!», sino que hay que tener en cuenta todo lo que le deben el Romanticismo y la Psicología en la escritura –y decir que no toda educación es necesariamente buena está lejos de ser absurdo.

Pero quizá el hecho de haber interpretado yo mismo el papel de Rousseau durante cuatro años haya influido en mi opinión.

Inútil repetir todo lo que me une a Voltaire, sé de sobra también cuánto le debo.

Pero un día, al final de una representación en París, se hizo un sondeo entre los espectadores: «Si esto hubiera sido un partido, ¿quién habría ganado
según usted?» — Pues bien, para sorpresa general, la respuesta de los espectadores fue: ¡Los dos!

Voltaire/Rousseau se estrenó en 1991 en el Théâtre La Bruyère, interpretada por Luc Moreau (Rousseau) y Jean Paul Farré (Voltaire), luego siguió en la
Comédie de París y en el Théâtre de l’Œuvre interpretada por Gérard Maro y yo mismo.

Muy recientemente, en marzo de 2017, una última reposición en el Théâtre de Poche, con Jean Luc Moreau y Jean Luc Farré de nuevo, llenó la sala. Jean
Jacques Moreau hacía con talento el papel de Rousseau en alternancia con su homónimo Jean Luc.

Voltaire/Rousseau conoció también éxito en el extranjero, montada sobre todo en Berlín en el Deutsches Theater, en Suiza, en Bélgica, en Luxemburgo, en Austria. Fue grabada por la RAI en Italia así como por la televisión polaca.

Luego vino en 2016 esta propuesta de Josep Maria Flotats, actor al que admiraba mucho y al que vi trabajar muchas veces enel Théâtre de la Ville.

Era una proposición evidentemente halagadora, sobre todo porque nunca había tenido ocasión de entrar en contacto con el público español y porque yo
mismo acababa de mudarme a Barcelona…

Otra razón, ésta personal, para dar una gran importancia a este re-estreno es el hecho de que la presente versión nunca ha sido representada. En efecto, para esta ocasión, me he entretenido en reescribir ciertas cosas, en cortar o desarrollar otras, y por eso es un texto casi nuevo, que, más allá de la adaptación que saludo, va a conocer aquí un verdadero bautismo.

Por eso, doy las gracias muy emocionado, a Josep Maria, y espero, cruzando los dedos, el veredicto del público español. ¿Quién es culpable en toda
esta historia? ¿Voltaire? ¿Rousseau? Espero no serlo yo.

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