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La cena de los idiotas: la velada teatral más jugosa y divertida

Imagen promocional de la obra, con el reparto al completo y el director de la obra

Continuando con la senda de comedia de este gran teatro, tenemos la oportunidad de asistir a una nueva adaptación de un clásico intemporal de la mano de Josema Yuste, donde estamos invitados a la velada en la que Carlos se reúne con sus amigos para disputarse el honor de quién lleva al invitado más idiota. Aún no ha encontrado a ninguno, por lo que se deja aconsejar por un amigo, que le recomienda a Francisco Piñón, un funcionario de hacienda obsesionado con fabricar con cerillas réplicas en miniatura de construcciones. Como aún no tiene el placer de conocerlo, Carlos decide invitarlo a su casa, una de las peores decisiones que jamás haya tomado porque implicará poner su vida personal en peligro.

Todos hemos visto, si no la película completa, alguna escena de la cinta francesa, escrita y dirigida por Francis Veber, e inspirada en la obra de teatro homónima, escrita por él mismo. Un hito en la comedia con regueros de humor absurdo y situaciones a cada cuál más disparatada. Sobre estos mimbres ha trabajado Josema Yuste en una nueva adaptación teatral. Pese a sonar oportunista, no se me ocurre nadie mejor que este genio del humor para llevar la batuta de la representación, quien además interpretó al personaje de Carlos en una adaptación anterior. Este conocimiento sobre el terreno y el funcionamiento interno de la obra le permiten potenciar todas sus virtudes. La más palpable, como ya he mencionado, es la propia naturaleza humorística del libreto que Yuste define a la perfección: “pensada para provocarles la risa y cuanta más mejor. Ya saben que reír es la mejor medicina para nuestra salud mental, cardiopulmonar y cardiovascular”. Con buen criterio, ha simplificado la acción y traspuesto el humor refinado francés a uno más castizo y reconocible por todos nosotros. En definitiva, logra con sobresaliente las dos premisas básicas de cualquier adaptación: ser fiel a la obra original y aportar un valor añadido que la haga única.

Por tópico que parezca, los clásicos nunca pasan de moda y siempre es un buen momento para recurrir a ellos, disfrutar de su vigencia y, en esta ocasión, además de reír sin parar, dedicar un momento a la reflexión. Esta adaptación también pone en valor el comportamiento malvado del individuo y su crueldad cuando cree sentirse superior a su semejante por cualquier razón, normalmente basada en creencias o prejuicios; porque, tal y como refleja su adaptador, “no hay nada más mezquino que ´sentirse´ superior a otro. Podrás tener más preparación académica, más estudios, incluso más dinero, pero eso no significa que te creas superior y mires a los demás por encima del hombro”. Esta reflexión no solo planea en la hora y cuarenta minutos de duración, está intrincada en la propia acción y en las consecuencias de los implicados que nos conduce a un final lúcido y aleccionador.  

Quién mejor que el propio Yuste para dirigir esta representación, al permitirle trasladar su trabajo de adaptador a las tablas. Como nos tiene acostumbrados, potencia la carga cómica del libreto definiendo y destacando las personalidades de cada uno de los protagonistas para convertirse en arquetipos de la sociedad y conseguir ser caricaturas de ellos mismos. A pesar de la aparente sencillez tanto en forma como en contenido, las continuas entradas y salidas (donde viene a la mente la categoría de comedia de enredos al más puro estilo vodevil) requieren de muchos ensayos para lograr la espontaneidad que consigue proyectar. Esta es otra de las grandezas de esta obra, la familiaridad de lo representado en escena que se transforma en naturalidad de cara al respetable y en complicidad en la relación con los actores y actrices.

El reparto, como no podía ser de otra manera, está conformado por reconocidas y reconocibles figuras del humor; encargados de plasmar la carga cómica del libreto, potenciarla y adaptarla a la idiosincrasia de sus respectivos personajes. El centro de todas las miradas recae en Juanra Bonet, en su papel de Carlos, un hombre con una estima superlativa encargado de “fichar” a un bufón para el divertimento nocturno de él y sus colegas. Este actor barcelonés, conocido por su faceta de presentador de exitosos concursos televisivos, interpreta con credibilidad, solvencia y aparente templanza, el carácter cínico y malvado de su representado. Me sorprendió, precisamente, su facilidad para controlar los enredos de la trama y su buen hacer para mantener la mezquindad antes de que todo se vuelva en contra de su personaje. Curtido en el humor como monologuista, los momentos más cómicos suceden al interpretar la constante perplejidad cuya mejor imagen es el derrumbe personal del castillo de naipes adscrito a su papel.

Pegado como una lapa, encontramos al señor Piñón, un friqui de las construcciones con cerillas con una sorprendente facilidad para meter la pata. Desconozco si este vicio es compartido por Agustín Jiménez, quien se encarga de dar vida a este singular personaje, cuya torpeza generará incontables malentendidos. Había visto a este actor de cine y televisión en numerosas obras teatrales, pero, desde mi óptica, este es su papel más exigente, porque hacer de idiota es sumamente complicado. Gracias a sus tablas, sumado al haber participado en una adaptación anterior, es capaz de mimetizarse con los movimientos torpes y desacompasados, el carácter introvertido, actitud infantiloide y fragilidad emocional asociados a su papel; así como desprender una bonhomía de la que me consta, es innata. Si no era suficiente hasta el momento, el personaje interpretado por David Fernández –un inspector de hacienda con gran olfato para el delito– terminará de enmarañar aún más la trama de la representación. Este actor y humorista barcelonés sigue en su particular y definida línea de humor, con facilidad para las imitaciones, cambios de registro vocal y estridentes movimientos, acrecentando la risa de los presentes.

Los demás personajes complementan la acción y aportan subtramas para oxigenar el relato central. Alberto Chaves, curtido en series televisivas y comedias cinematográficas, encarna a ese amigo que todos tenemos: por un lado sirve de respaldo a nuestras acciones y por otro nos hace rabiar, en esta ocasión a Carlos. El reparto femenino es el encargado de añadir los enredos amorosos. Esther del Prado, una fija en obras de comedia, da vida a la mujer de Carlos y, aunque todo parece ir bien en la pareja, la relación puede tambalearse. Del Prado aporta seguridad, solvencia y un toque de mala leche sumamente cómico. Por su parte, Irene Hernández en el papel de mujer despechada e histérica, es un terremoto escénico, protagoniza momentos muy divertidos y aporta el histrionismo que faltaba en este quilombo.

La construcción escenográfica en las comedias suele ser accesoria, pero es esencial para definir los lugares en los que se representa la acción. Ana Garay recrea, con buen criterio, un extenso y espacioso salón-comedor, con diferentes ambientes en función de la escena, que facilita el movimiento del reparto. Otro hecho diferenciador con otras obras es la importancia de los elementos en escena, pues lejos de ser accesorios sirven como herramientas en la representación; en esta en concreto, el más evidente es el teléfono inalámbrico, como el canal de comunicación, o, mejor dicho, incomunicación. Por último, la buena iluminación de Carlos Alzueta, con los juegos de intensidades y el espacio sonoro de Tuti Fernández, con un punzante hilo musical en instantes señalados, sirven para encumbrar un clásico inmortal.

 

Una comedia de “5 Tenedores” con entrantes de malentendidos, carcajadas como plato fuerte, marinado de humor ácido y con los mejores invitados a La cena de los idiotas.

 

Autor: Francis Veber

Versión y director: Josema Yuste

Reparto: Juanra Bonet, Agustín Jiménez, David Fernández, Esther del Prado, Alberto Chaves e Irene Hernández

Ayudante Dirección: Kiko Ortega

Escenografía: Ana Garay

Iluminación: Carlos Alzueta

Espacio sonoro: Tuti Fernández

Fotografía y Diseño Gráfico: Javier Naval

 

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