Pablo Ibarburu regresa a los escenarios del Teatro Fígaro con “Chico Glamour”, su segundo monólogo tras el éxito rotundo de “La hora de Pablo Ibarburu”. Y lo hace con la misma premisa que lo ha convertido en uno de los cómicos más peculiares del panorama actual: el humor como un ejercicio de caos controlado, donde lo absurdo, lo inesperado y lo tontísimo conviven en armonía.
Desde el minuto uno, el espectáculo deja claro que el cómico vasco no es, ni de lejos, un “Chico Glamour”. Su universo sigue habitado por la torpeza emocional, trabajos precarios y una especie de lucha constante con la vida cotidiana que él transforma en oro cómico. La diferencia con su anterior show es que aquí se permite ir un paso más allá: no solo comparte anécdotas surrealistas y reflexiones delirantes, sino que nos propone formatos de entretenimiento que, no sabemos si podrían funcionar, pero desde luego son rompedores. Y viniendo de alguien que colabora con “La Revuelta” y ha pasado por “La Resistencia”, “Locomundo” o “El Intermedio”, no es raro que su mente funcione como una incubadora de ideas tan absurdas como geniales. No puedo dejar de mencionar el monólogo inicial del guionista y cómico Alberto Sierra, que abrió la puerta a la risa para toda la velada.
Uno de los puntos fuertes de esta propuesta es su habilidad para ir encadenando temas sin que el público se dé cuenta. Ibarburu abre un melón, lo explora hasta lo inverosímil, lo deja a medias para saltar a otra cosa, y cuando ya pensabas que lo había olvidado, lo recupera con un giro que te pilla por sorpresa. Es un maestro de la digresión absurda, alguien que juega con el ritmo del monólogo de manera casi matemática, pero sin que jamás parezca ensayado. Además, su manejo de la voz es uno de sus sellos más potentes. No es solo lo que dice, sino cómo lo dice: susurros dramáticos, exclamaciones inesperadas, cambios de tono que rozan lo teatral y una batería de imitaciones que, aunque no sean siempre exactas, funcionan por la pura exageración y por su sentido del ridículo. Ibarburu entiende que el monólogo es algo más que contar cosas graciosas; es una experiencia en la que el físico, la voz y la energía juegan un papel clave.
Y si algo queda claro es que aquí no se salva nadie. Ibarburu dispara a todo lo que se le cruza, desde los roles y estereotipos de género que vienen de la antigüedad hasta los absurdos del mundo moderno. Su humor es un cóctel perfecto entre la ternura y la mala leche, una combinación que le permite decir lo que a otros les costaría encajar sin que el público deje de reírse. Desde comunidades autónomas que no destacan precisamente por su belleza hasta políticos jubilados o en activo, todos reciben su merecida somanta. Pero lo interesante es cómo lo hace: nunca cae en lo fácil ni en la burla gratuita. Su humor no busca ofender por ofender, sino señalar lo absurdo de nuestra realidad con una mirada cómica que desarma incluso a los aludidos. Sabe jugar con los límites sin pisarlos del todo, moviéndose en esa fina línea en la que el público primero se sorprende y, acto seguido, rompe a reír. Lo suyo no es la corrección política, pero tampoco el simple gamberrismo. Es una sátira que tiene el tono justo de descaro, inteligencia y desparpajo para que cada chiste funcione como un pequeño dardo envenenado, pero sin dejar cicatriz. Y ahí radica su genialidad.
Pero si algo hace especial “Chico Glamour”, es que no busca dejar ningún mensaje trascendental. Aquí no hay moralejas, ni discursos inspiradores, ni giros emocionales que cierren el show con un «pero al final, lo importante es…». No. Aquí lo importante es reírse, soltar lastre y dejarse llevar por una mente que convierte lo cotidiano en algo completamente delirante. Y en estos tiempos donde el humor está cada vez más encorsetado, eso es un verdadero lujo.




