Madrid, 28 de noviembre de 2025. El telón del Teatro Apolo se alza una vez más y, en apenas segundos, vuelve a suceder el milagro. “Los Miserables” regresa al mismo escenario que la vio nacer en España en 1992 y demuestra, con una fuerza que corta la respiración, por qué sigue siendo el musical que define el género en todo el mundo después de ser traducido a 22 idiomas y representado en 57 países. Lo que creíamos conocer de memoria se transforma en algo más crudo, urgente y vivo que nunca. Prepárense: esto no es una reposición. Es una revolución con música.
La historia es conocida, pero nunca agota su capacidad de conmover: Jean Valjean (Adrián Salzedo), exconvicto marcado por diecinueve años de presidio, busca una redención posible en una Francia convulsa donde la miseria ahoga a los más vulnerables. En su camino quedan Fantine (Teresa Ferrer), destruida por la desesperación; Cosette (Alèxia Pascual), la niña rescatada de la crueldad; Javert (Pitu Manubens), la encarnación rígida de la ley; y Marius (Quique Niza), joven idealista que descubre el amor en plena efervescencia revolucionaria mientras comparte trinchera con sus compañeros dispuestos a morir por un ideal. Entre barricadas y canciones, el musical, producido por la prestigiosa ATG Entertainment, construye una sinfonía sobre la dignidad humana que sigue resonando con la misma urgencia que cuando Victor Hugo publicó su novela en 1862.
Libreto, traducción y ritmo al servicio de un relato que desemboca en la barricada
La versión que vemos sobre las tablas parte de la premisa que definió la producción original de Cameron Mackintosh: transformar esta obra en una maquinaria escénica que avanza sin descanso. El libreto de Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg concentra el universo del novelista francés en ejes claros — el contrapunto ético entre Valjean y Javert (un duelo que crece por acumulación y estalla en la música como subtexto brutal), la injusticia social y el despertar revolucionario— y los articula con un ritmo que no permite ni un segundo sobrante. Los arcos individuales funcionan como piezas dentro de un relato mayor que desemboca de forma natural en la barricada, epicentro dramático de la obra.

Con la traducción de Albert Mas-Griera, la dramaturgia calibra el tiempo con precisión: el primer acto siembra los temas esenciales y el segundo recoge sus consecuencias sin dispersión, incluso cuando confluyen las trayectorias de Valjean, Marius, Cosette, Éponine y los estudiantes. Y aun así, en medio de la inmensidad, la obra se permite momentos de una intimidad tan pura que te desarman por completo. En el fondo, podría decirse que “Los Miserables” funciona como una tragedia griega: el pueblo actúa como coro, las canciones anticipan la catástrofe y nadie muere fuera de escena, todos caen cantando. Esa fusión alcanza en el Teatro Apolo su máxima potencia y convierte esta versión en una experiencia intensa, única y absolutamente inolvidable.
La dirección hace que la épica retumbe y la intimidad estalle a un palmo del público
La dirección de Laurence Connor y James Powell —aquí ejecutada con mano maestra por Víctor Conde y Christopher Key— entiende “Los Miserables” como arte total: no ordena escenas, articula un discurso visual y emocional donde cada transición, foco y silencio tienen intención y peso. El gran acierto es tratar la narración como un único impulso continuo: la fábrica fluye hacia la taberna, Montreuil-sur-Mer hacia París y la soledad de Valjean hacia la marea estudiantil sin una sola costura y con una continuidad casi cinematográfica. Incluso en los cuadros más masivos —la barricada, la taberna, el arranque— la escena permanece limpia, legible y ferozmente precisa; el espectador siempre sabe dónde mirar y, sobre todo, qué sentir.
Otro golpe de genio es el equilibrio entre épica e intimidad. Los coros retumban, pero los solos respiran: “Soñé una vida”, “Estrellas” y “Sálvalo” son pequeña dramaturgias vivas donde cada gesto acompaña el pensamiento. La barricada nace frágil y crece sin postal romántica; cuando cantan “Estas sillas hoy vacías son la imagen del dolor” y arrancan con “Rojo y negro” (en el Café ABC) al borde del escenario, parecen chavales de hoy en la Puerta del Sol. Nada sobra. Todo empuja. Y al apagarse las luces, la revolución ya no está en 1832: acaba de pasar aquí.
Una partitura que convierte cada latido en revolución
Pocas partituras han logrado lo que la de Claude-Michel Schönberg: ser al mismo tiempo motor narrativo implacable y mapa emocional. No hay melodía de relleno ni acompañamiento decorativo; con catorce músicos en vivo, bajo la dirección de Enric García, la orquesta marca el pulso interno de la obra, subraya la dimensión humana de la partitura y construye una red subterránea de leitmotivs que aparecen, se transforman y regresan en el instante exacto. Cada personaje posee su propio lenguaje musical, un ADN sonoro que lo define y acompaña.
Los números trascienden el concepto de canciones en el sentido convencional, constituyen puntos de inflexión. “Soñé una vida” rompe por completo; “Sálvalo” funciona como una oración laica que deja sin aire; “Sale el sol” transforma el lamento en amanecer colectivo; y “La canción del pueblo” provoca escalofríos y hace difícil no llorar. Suena a vida, a revolución y a esperanza que se niega a morir.
Un elenco de primer nivel que combina solidez vocal, entrega interpretativa y una coordinación coral extraordinaria
El reparto está en estado de gracia, especialmente en los coros, probablemente los mejores que se pueden escuchar hoy en Madrid. La dificultad de sostener una interpretación en un musical fully sung-through, sin diálogos hablados, es ejecutado con naturalidad admirable: cada frase transmite emoción sin sacrificar dicción ni precisión vocal. Además, muchos de los intérpretes poseen tal nivel que perfectamente les permitiría asumir papeles protagonistas en cualquier producción de teatro musical, como así ha ocurrido.
Los que hemos seguido la trayectoria de Adrián Salcedo, curtido en algunos de los musicales más exigentes como “El Médico”, intuíamos que Valjean era un destino inevitable. Y, visto lo visto, el acierto es absoluto. Salcedo articula un arco de redención nítido, sostenido y honesto: un hombre que parte desde la aspereza inicial hacia una humanidad conquistada a base de decisiones. Su voz, amplia y cálida, permite afrontar sin artificios dos de las cumbres de la partitura en español —“¿Quién soy yo?” y “Sálvalo”— donde combina firmeza, intimidad y un legato capaz de sostener al personaje sin caer en la grandilocuencia. Su Valjean crece en los matices y no en el volumen; convence porque respira verdad.
En su papel de Javert, Pitu Manubens («El Rey León», «El Jovencito Frankenstein») impone su presencia impertérrita sobre el escenario. Su voz aúna fuerza y control, capaz de atravesar los momentos más tensos sin perder claridad ni matiz. Canciones como “Estrellas” y “Suicidio de Javert” muestran su dominio vocal y subrayan la rigidez y el afán obsesivo por la justicia del inspector, al tiempo que revelan su vulnerabilidad trágica frente a su propio destino. Los enfrentamientos musicales entre Salcedo y Manubens condensan en unos minutos el conflicto que definimos antes: sus ADN sonoros contrapuestos chocan y se entrelazan, creando un duelo ideológico y musical que mantiene al espectador al borde del asiento.

Alèxia Pascual da vida a Cosette con claridad y delicadeza como reflejos de su inocencia y su despertar emocional. Su interpretación evita caer en la caricatura romántica trazada junto a Marius: mantiene un control impecable en los agudos y proyecta una naturalidad que hace creíbles los dúos y momentos compartidos. Quique Niza (“Grease”, “Mamma Mia!”) interpreta a Marius con un fraseo limpio y emotivo; la urgencia de la juventud y la intensidad del compromiso político se sienten palpables, mientras su madurez interpretativa sostiene con solvencia los momentos más dramáticos de “Un día más”.
Elsa Ruiz Monleón (“Los chicos del coro”, “Circlassica: la historia mundial continúa”) es una Éponine de fuego contenido: su “Solo para mí” duele como un secreto que todos hemos guardado alguna vez, con una vulnerabilidad tan sincera que la sala enmudece. Por su parte, Teresa Ferrer (“West Side Story”, “El Médico”) encarna a Fantine, madre de Cosette, con delicadeza y desesperación, donde cada matiz de su dolor se percibe sin teatralidad excesiva; en “Soñé una vida”, su interpretación conmueve por su fuerza contenida y honestidad emocional.
Como válvula de escape en medio de tanto dolor, los Thénardier aportan humor y caos a la historia: sucios, mezquinos y absolutamente irresistibles. Xavi Melero (“We will rock you”, “Avenue Q”), desatado y con un histrionismo perfectamente medido, tiene la cara de pícaro que el público quiere odiar y termina adorando, mientras que Malia Conde (“Sister Act”, “La Familia Addams”), con su vozarrón y su energía desbordada, potencia la comicidad y la malicia del personaje. Sus intervenciones, como “Amo del mesón” o “La boda”, combinan coordinación vocal y juego escénico impecable.

Con menor protagonismo destacan Álvaro Puertas, como el obispo de Digne, quien irradia serenidad y autoridad moral en sus primeras apariciones y Marc Gómez como Bamatabois con un aire elegante pero corrupto, mostrando cómo la crueldad se oculta tras la apariencia y deja un hálito de violencia palpable. Los estudiantes de la barricada son mucho más que un coro: son un puñado de vidas que se sienten reales y únicas. Javier Manente lidera con fuego tranquilo, pero a su alrededor cada uno tiene su voz propia: Iván Clemente aporta la sensibilidad casi frágil de Prouvaire, Íñigo Etayo la solidez reflexiva de Combeferre, Jay Müller la calidez contagiosa de Courfeyrac, Álvaro Karvac la rabia contenida de Feuilly, Pablo Gómez Jones la chispa ligera de Joly y Pablo Raya, como Grantaire, imprime su mirada escéptica y melancólica. Pedro Estrada añade el punto gamberro y peligroso con Montparnasse y el siempre certero y carismático Guillermo Sabariegos completa el grupo con una precisión y una autenticidad que hacen creíble cada grito de revolución.
La escenografía, iluminación y vestuario construyen un universo visual preciso y envolvente
La escenografía de Matt Kinley, inspirada en los dibujos de Victor Hugo, es uno de los grandes protagonistas silenciosos. No abruma, pero cada detalle está medido: estructuras móviles, juegos de alturas y una videoescena exquisita de Finn Ross recrean con fluidez las calles húmedas de París, el café Musain como refugio precario y cálido y las alcantarillas que tragan luz y esperanza. Las barricadas evidencian la precisión de este universo escénico: el frente se articula sin perder intensidad dramática y el diseño de sonido vuelve tangibles los disparos y la tensión del combate. El espacio actúa como un organismo que respira, late y sangra con la obra.
El trabajo lumínico —con diseño de Paule Constable y Simon Sherriff como asociado— es otro aliado emocional de la historia. Transita de tonos fríos y acerados a matices cálidos y esperanzadores, o a estallidos más convulsos, sin que el espectador perciba el cambio. Y cuando la luz cae desde lo alto, ese trazo cenital adquiere una fuerza especial: no solo ilumina, marca destinos. El vestuario y la caracterización cierran el círculo: cada harapo, uniforme o mancha cuenta una historia de miseria, estatus o transformación sin robar nunca una mirada a lo que de verdad importa. Funcional, bello y profundamente simbólico: así es este mundo que habitamos durante tres horas.
“Los Miserables” ha vuelto a Madrid para recordarnos que la esperanza, la dignidad y la revolución siguen teniendo voz propia. Aunque el mundo a veces se derrumbe, siempre habrá alguien que cante “Mañana vendrá”. No es solo un musical: es una de las mejores propuestas que se pueden ver hoy en Madrid y demuestra, una vez más, la grandeza del teatro musical español. Es una bandera izada en el Apolo. Y ondea más alto que nunca.
Productor original: Cameron Mackintosh
Concepto y libreto original (francés): Alain Boublil
Música: Claude-Michel Schönberg
Letras (inglés): Herbert Kretzmer
Texto original francés adicional: Jean-Marc Natel
Material adicional: James Fenton
Adaptación original: Trevor Nunn y John Caird
Traducción al español: Albert Mas-Griera
Dirección: Laurence Connor y James Powell
Director residente: Víctor Conde
Director asociado: Christopher Key
Dirección musical: Enric García
Supervisor musical: Alfonso Casado Trigo
Coreografía y movimiento: Jesse Robb
Reparto: Adrián Quiles Arias, Adrián Salzedo, Alèxia Pascual, Alejandro Ferrà, Álvaro Karvac, Álvaro Puertas, Antonio Buendía, Bárbara Gutiérrez, Carme Giner, Carlos Solano, Cristina Rigall, Diego Torner, Elena González, Elsa Ruiz Monleón, Enric García, Flor Lopardo, Gema Bastante, Guillermo Sabariegos, Imanol Fuentes, Inma Mira, Íñigo Etayo, Iván Clemente, Javier Manente, Jay Müller, Lía Luna, Laura Martín, Malia Conde, Marc Gómez, Marta Camargo, Mateo Casado, Maximiliano Arango, Mikael Caballero, Nicole Quiala, Olivia López-Rosa, Pablo Gómez Jones, Pablo Raya, Paula Prieto, Pedro Estrada, Pitu Manubens, Quique Niza, Salma Arranz, Sara Navacerrada, Silvia Cordero, Teresa Ferrer, Tomás Carretero, Xavi Melero, Maximiliano Arango, Mikael Caballero, Tomás Carretero, Mateo Casado, Alejandro Ferrà, Diego Torner, Marta Camargo, Lía Luna, Paula Prieto, Salma Arranz, Bárbara Gutiérrez, Cristina Rigall, Olivia López-Rosa, Gema Bastante, Carme Giner, Carlota L’Hotellerie, Flor Lopardo, Laura Martín, Nicole Quiala, Antonio Buendía, Imanol Fuentes, Elena González, Sara Navacerrada, Adrián Quiles Arias, Silvia Cordero, Inma Mira, Marc Gómez, Álvaro Puertas
Escenografía: Matt Kinley
Escenografía asociada: David Harris
Proyecciones: Finn Ross – Fifty-Nine Productions
Iluminación: Paule Constable
Iluminación asociada: Simon Sherriff
Sonido: Mick Potter
Sonido asociado: Nic Gray
Vestuario: Andreane Neofitou
Vestuario adicional: Christine Rowland y Paul Wills
Caracterización: Stefan Musch
PHOTOS OF CURRENT LONDON PRODUCTION. PHOTOGRAPHY BY DANNY KAAN







