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Liberad a Calderón

Lorca se ha asomado mucho por este Festival. Si en algún caso ha estado justificado es en esta ocasión que ahora nos ocupa. La Barraca fue uno sus proyectos más queridos. Con una subvención de 100.000 pesetas concedida por la República o por su amigo Fernando de los Ríos, a la sazón ministro de Educación Pública y Bellas Artes, vamos, de Educación y Cultura, recorrió los pueblos del interior español dando a conocer el teatro clásico. En Toledo y en Ciudad Real eligió, entre otras, a Calderón y La vida es sueño, pero no al mísero de Segismundo, sino el auto sacramental. Hay que tenerlos bien puestos y confiar mucho en uno mismo para hacer algo así. En La vida es sueño, Lorca (García Loca le decían las ultraderechas, como se nos recuerda en la obra) se reservó el papel de la Sombra (la duda, el pecado, la ignorancia…). Tenemos unas imágenes suyas haciendo de sombra, como tenemos otras hablando antes de la función. Imágenes mudas, porque no han quedado registros de la voz del granadino, qué cosas, la voz más reconocible de la literatura española del XX, sin voz. Dicen que atrapaba, que tenía duende, pero vete a saber, porque el recuerdo de los grandes es siempre traicionero.

La elección de La vida es sueño no gustó a parte de la izquierda más radical, como queda claro en este montaje fantástico que ha llevado a cabo el Instituto del Teatro de Madrid, que forma parte de la Universidad Complutense. Fantástico por la calidad. Fantástico porque tira de algunas licencias imaginativas para acercarse a la verdad. Vemos la obra entre bambalinas, de la mano de los jóvenes entusiastas que se enfundaron un mono para recorrer eso que hoy llaman la España vacía, que antes no lo estaba. Son personajes reales, con sus licencias creativas. El rigor y el humor nos acompañan en todo este viaje. No son actores profesionales, así que meten la pata alguna vez, se besan con el furor de la juventud, cantan, fuman… y actúan, porque asistimos, también, a la representación del auto, una maravilla calderoriana con la que te dan ganas de ser muy cristiano, como lo era Lorca a su parecer. O eso intuyo por lo que nos dicen las biografías del granadino, especialmente el sanctasanctórum de las mismas, la, Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, de Gibson. Eso intuye también el equipo del Instituto de Teatro de Madrid: Jara Martínez Valderas en la dirección plástica, Julio Vélez en la dirección académica y Sergio Adillo como director.

El verso de Calderón se levanta así como un bastión de libertad, de libre albedrío asesorado por el conocimiento, acunado la cultura, frente al acoso de las ideologías totalizadoras, vengan de donde vengan. Esa es la postura desde la que se lee esta reconstrucción del auto calderoniano tal como lo imaginó Lorca, con los decorados de Benjamín Palencia y el mando, en lo práctico, en el día a día, de Eduardo Ugarte. La remarcan con fragmentos de conferencias y alguna que otra entrevista, perfectamente engarzadas en el discurso de Lorca antes de que comience la función. La integración de lo académico en lo teatral es, sencillamente, magistral.

Los jóvenes actores del Instuto del Teatro de Madrid defienden el texto con brío y talento. Ciertamente, no todos brillan al mismo nivel, pero el conjunto es más que solvente. Hay un aire del Viaje a ninguna parte o de ¡Ay,  Carmela! en la función, que terminó dos veces: la primera con el fin del auto, esa construcción de piezas engarzadas que es la teología cristiana; la segunda con el reproche de los intransigentes, que acabó como acabó, tan real que hubo un momento en el que no sabíamos si todos los que mostraron su desacuerdo formaban parte del elenco o había algún espontáneo.

El público, que esta vez sí que casi llenó el Municipal, aplaudió con ganas, de pie, el prodigio de ver juntos a Calderón y Lorca, redivivos en Almagro, un milagro que lleva a cabo el buen teatro, y que es parecido al que pretende la misa con su rito, con sus hostias y sus vinos. El teatro es rito y es catarsis. El buen teatro, como este del Instituto de Madrid, que deja de manifiesto que la colaboración académico-artística no solo es posible, sino fértil, cautivadora, seductora.

Salí hablando de todo esto, y de más cosas, con Ramón, periodista de los buenos muchos años, filósofo siempre, que acaba de volver de Australia y era su debut en esta edición. Luego me encontré a Pedro Torres, el mejor concejal de Cultura de Almagro de este siglo al menos, me tomé una cerveza sin alcohol, que tenía que ir a La Solana. Fue un día largo, pero provechoso, de los que se recuerdan. La culpa la tienen el Instituto de Teatro de Madrid, Calderón y Lorca.

 

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