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Joaquín Cortés regresa con su esencia al Teatro Real acompañado de 30 artistas sobre el escenario

A veces, basta con mirar las botas de un hombre para saber su historia. La de Joaquín Cortés se escribe al compás de una farruca, y va desde un patio de Córdoba hasta las calles de Manhattan. En medio, el mundo entero. Lleva en las venas el viaje; y por eso en su taconeo se desprende el aroma de una candela bajo las estrellas. Pero lo suyo es algo más: La precisión de un metrónomo, con la pasión desbocada de todo un pueblo ­el suyo­, derramándose en puñaladas sobre los escenarios. Rugen las guitarras, se oyen palmas que vienen de muy lejos y el hombre que baila en el centro hace temblar la tierra con su soledad. Qué extraña alquimia es el Arte, que nos hace ver el amor, la rabia, el deseo y la esperanza en un golpe de tacón. Cortés baila. Pero el lenguaje siempre se queda corto. Quizás sea más justo decir que Cortés quiebra su cintura como un torero, cuando el toro de la vida le pasa rozando el costado y no hay más capote que el que crean las manos, dibujando fantasías en el aire de un teatro. Gitano universal, new yorker con pies ligeros, cisne moscovita, seductor italiano, caballero español…hay tanto Cortés como kilómetros en sus botas. Pero siempre el Artista, expectante por salir de bambalinas y cabalgar sobre su magia con la furia de un jinete eléctrico. Su baile es una tormenta donde ­curiosamente­, encontramos refugio. Que no paren nunca de latir esas botas; que sigan marcando el pulso de todos los que nos sentamos a verlo cada noche, en cualquier ciudad.

 

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